3 de enero de 2018

HISTORIA DE UN CLIENTE (I)



'¿Qué os parece mi mágico mundo de colores?'



Miró a través del cristal de su despacho, desde las oficinas de la planta 28. Anochecía. Ante él, como siempre, se extendía el luminoso paisaje urbano de Fukuoka. Con una cadencia monótona, recorrió las instalaciones rumbo al ascensor para volver a casa. Algunos trabajadores permanecían en su puesto hasta que la compañía les apagaba la luz, y esa actitud laboral sobre la que tanto había reflexionado le hacía sentirse victorioso y fracasado a la vez.

Durante el viaje de cuarenta minutos en tren hasta su hogar, recordó las palabras de su antiguo jefe: “¡Yonadera, la compañía espera que dé más de usted!”, así como las de sus compañeros en las clases de español del colegio: “¡Yonadera, Yonadera, tiene el culo de madera!”.

Aunque la vida en su pequeño apartamento podría ser sin duda más cómoda, cenar y hablar con su mujer, Meiko, suponía un bálsamo diario para él.

Esa noche se despertó antes de tiempo. Decidió navegar un poco por Internet en el cuarto contiguo, antes de desayunar. Iba a pulsar mecánicamente en la pestaña de favoritos el nombre de su diario preferido, pero se detuvo sin saber por qué. Observó durante unos instantes la pálida página de su buscador y el cursor parpadeante. Repentinamente, tecleó “荒廃” y aparecieron varios resultados. Hizo clic para avanzar 7 u 8 páginas en la lista (pues solía obviar las sugerencias principales) y acabó en la web ramplona de una agencia de viajes. Ofertaban vuelos a ‘destinos singulares’ de todo el mundo, lugares de ‘discreta demanda turística’ a precios muy razonables. La pequeña caricatura de un cuervo, envuelta en una densa maraña de recuadros de texto, capturó su atención: “Conozca la verdadera flor del desierto, Kueruborandia, a solo 18 horas de usted. El billete no se puede comprar por Internet; ha de presentarse en nuestras oficinas de 2 a 4 de la tarde, o de 2 a 4 de la madrugada, con un jersey blanco. ¿Cuál es su concepto de felicidad, Sr. Yonadera Hosei?”. Perplejo, amplió la escala de la página y volvió a mirar: ni rastro del anuncio, ni del cuervito.

Desayunó sintiéndose presa de una cierta confusión. Equivocó el azúcar con la sal en el té de su mujer. Se comía las senbei abstraído. Esa mañana, una vez sentado en su silla de trabajo, se rio levemente y, meneando la cabeza, comenzó su tarea diaria. Así volvieron a pasar los días… Pero aquella extraña experiencia con el ordenador golpeaba suave y frecuentemente su memoria.

A Meiko decidió no decirle nada de su inquietud, aunque ella comenzó a notarlo raro.

Te pasa algo, Hosei. En tu mirada.
¿Algo, cómo?
Un brillo, una… emoción.
No es nada, será que se me ha metido cualquier cosa en el ojo ─bromeaba─.

Buscó muchas veces más aquel pequeño anuncio rectangular de letra comprimida y córvido garabato en blanco y negro, sin éxito. Pero recordaba el peculiar contenido del mismo, e igualmente conocía el nombre de la agencia de viajes. Durante algún tiempo más estuvo dándole vueltas, cada vez más convencido de que debía hallar la forma de embarcarse en ese viaje de promisión.

El día en que se decidió fue realmente el anterior a aquel en el que preparó una excusa ante su jefe para abandonar el trabajo durante parte de la tarde. Al día siguiente era festivo. Como se trataba de un trabajador veterano y muy regular, la compañía no le puso trabas. Se llevó su cajita de bentō para comer y trazó una ruta directa a la calle de sus desvelos.

Cuando llegó, recorrió los portales en un sentido y otro, infructuosamente. Abigarrados rótulos, neones y recovecos le impedían separar el grano de la paja, como si tejiesen una baldía densidad informativa que nublase su percepción. Preguntó a los transeúntes, pero a nadie le sonaba esa referencia. El tiempo transcurría con rapidez y llegó un momento en que, cansado, se dijo que debía de estar loco perdiendo la tarde así. Además, ni siquiera había comido. Se encaminó de vuelta a la oficina un poco avergonzado y lo vio. Fue como un fogonazo en su cabeza, cinco segundos a toro pasado. Retrocedió unos metros para reconocer, pintado en la pared de un viejo edificio, casi oculto entre otros grafitis y papeles semiarrancados, aquel esquemático y simpático icono del cuervo (que ahora lo observaba con perplejos ojos saltones). Su pico, orientado hacia unas escaleras húmedas y oscuras, sin duda lo invitaba A ÉL a acudir, a experimentar un encuentro en la tercera fase, a pactar. Miró el reloj de su móvil: eran las tres y media.

Descendió, cauteloso, varios tramos de escalones que se iban torciendo hacia la derecha a medida que disminuía su tamaño, hasta finalmente convertirse en una pequeña rampa. Se vio envuelto por un sonido de maquinaria sometida a tensión eléctrica. Sobre la puertecilla metálica podía leerse “呼び出しなしで渡す”. Intentando controlar su respiración, el Sr. Yonadera se detuvo un momento y por fin entró, pero lo que vio no le gustó nada.

Se encontró con una barra como de bar, de madera, escasamente iluminada, con un ordenador portátil sobre ella. Un sofá y algunas sillas estaban dispuestas en torno a las paredes salpicadas de varios pósteres viejos del Caribe, de Turquía, Atolladero (Texas) y Samarcanda. No pudo evitar venirse abajo; como no parecía haber nadie, en silencio puso una mueca y giró sobre sus talones para cruzar nuevamente la puerta.

Una voz infantil con extraño acento gaijin le preguntó qué deseaba. Desde una habitación situada al otro lado de la barra entró en escena, resuelta, una niña occidental portando un taburete bajo. Subiéndose a él, emergió con una gran sonrisa ante el portátil y se sacó una piruleta de la boca.

Me llamo Atanasía, ¿en qué puedo ayudarle?
Esto… ¿Esto es una agencia de viajes?
Sííí-í ─asintió cantarinamente.
¿Tenían ustedes un destino a… en avión, de… unas 18 horas, creo que era…?
─…
¿A… Un lugar, llamado, emm... Kueruborandia? ─sus últimas palabras eran casi un avergonzado susurro.
No.
¿No?
No, lo siento. Pero a lo mejor le pueden interesar algunos otros lugares con los que sí trabajamos.
Lo lamento, ha sido un error… Pero gracias, ya lo pensaré. Adiós.

Y se fue.

Qué mal, Hosei, estás fatal. Fatal. Pero el dibujo… El dibujo… En fin”. Hubiese caminado con desánimo, pero vio que eran ya las 4 menos diez, y no le sobraba el tiempo. De hecho, se incorporaría a la oficina más tarde de lo previsto. Al guardar el móvil, reparó en su manga. Llevaba una cazadora negra sobre un jersey azul. Hiiiija de puta. Echó a correr como un descosido y entró como un relámpago en una tienda de moda. Empezó a pedir a gritos un jersey blanco, se lo arrebató de las manos al vendedor, lo pagó con su huella digital usando el móvil y, como un miura, desapareció del local dejando a los que allí estaban en un estado de incrédula parálisis. Por supuesto, se coló por delante de todos los clientes y ni siquiera llegó a probarse la prenda.

La puerta de metal volvió a abrirse, esta vez violentamente. Un hombre fuera de sí, con sus gafas brillantes de sudor, gritó con decisión: “¡¡Un billete a Kueruborandia, por favor!!”. Atanasía fue testigo de cómo casi se ahoga al hacer una profunda reverencia, porque el jersey que se había puesto (del revés) sobre el anterior era como mínimo de tres tallas menos. Miró la hora en el ordenador: las 15:58 dieron lugar a las 15:59.

Claro que sííí-í. Le tomo los datos.

El regreso de Yonadera esa tarde a la compañía fue bastante comentado. A pesar de que había procurado refrescarse y adecentarse mínimamente en los servicios de la planta baja, varios de sus compañeros y su propio jefe no pudieron evitar mirarlo con cierta desaprobación, unos, o preocupación, otros. El caso es que ese día recogió sus cosas nada más volver, mostrando siempre una absurda sonrisa de satisfacción en su cara. Traía una carpetilla gris bajo el brazo a la que se aferraba con intensidad, con orgullo.

Durante el viaje hasta su hogar, se sentía como en una nube. “Hacía años que no me encontraba así”, se dijo. Comió su almuerzo en el tren. Al entrar en casa, su mujer percibió claramente que algo había sucedido. Pero se limitó a observar, entre preocupada y sorprendida.

Esa noche, una vez había apagado la luz para dormir, le dijo:

Meiko, a lo mejor, dentro de un par de meses…
Haces un viaje.

Silencio.

¿Es muy lejos?
Sí, pero no sé exactamente dónde.
¿Y vas a volver, verdad?
Por supuesto.
¿No puedo ir yo?
Me temo que no.
¿Tan importante es para ti?
Sí ─respondió, un poco asustado.

Ella no volvió a decir nada. Al rato, se quedaron dormidos.

Poco después del amanecer, volvió en sí. Volteándose para mirarlo soñar, susurró:

Entonces, de acuerdo.

1 comentario:

  1. Precioso cuervorelato, calienta las noches de invierno con sus Aires orientales como un ponche cargado de sake, felicitaciones por este relato cargado de reminiscencias hessianas y feliz cuervonavidad a la gerencia!!!!

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