24 de marzo de 2007

Mondo Egypto (y III)

'No me rehuyáis'

¡Último capítulo de la aclamada saga! El destino de nuestros héroes está sellado y sacudirá los mismos cimientos de Cuervolandia.


Dicho y hecho, unas luces verdes y amarillas iluminan el recinto a media luz. Ahora pueden ver una niebla blanca a ras de suelo que envuelve sus pies. Los telones carmesís se alzan rápidamente para mostrar un sobrecogedor espectáculo sobre la tarima. Repentino, excesivo y aberrante: así es todo en Mondo Egypto.

Un hombre escupía fuego hacia arriba, en dirección a unas jaulas donde se agolpaban pájaros, gatos y ratones. Un fornido hombre de piel tostada gemía atado a una silla, alrededor de la cual una delgadísima santona de vaporosas ropas bailaba locamente, tocando con insistencia una flauta larguirucha de penetrantes y agudos sonidos que dirigía ora a sus oídos, ora a su nariz. Unos desgraciados intentaban salir vanamente de la fosa burbujeante en la que se encontraban, arañando el exterior con vehemencia, salpicando y maldiciendo en una lengua bella y cruel. Bajo una capucha que imitaba la cabeza de un ave picuda, un hombre afilaba una enorme cimitarra sobre una rueda de piedra giratoria, entre un enjambre de chispas, girándose frecuentemente para mirar hacia el grupo. Un faquir, con el pecho hendido por terribles marcas circulares y la espalda roturada por encallecidas líneas geométricas, invitaba a entrar en una "doncella de hierro" a una mujer agotada y pálida; y él mismo, para demostrar que no pedía imposibles, se metía dentro durante unos segundos ante la vista de todos. Al salir, sacaba su larga lengua y extraía de la garganta varias brochetas, una detrás de otra, que después se clavaba transversalmente en la piel del gaznate, talones o cadera; o, ni corto ni perezoso, se subía sobre la cabeza de la "doncella" para contorsionarse inhumanamente hasta situar los pies tras sus orejas: ágil como un lagarto, en esa posición se zarandeaba con coquetería para que las agujas hicieran contacto las unas con las otras, regalándonos un improvisado concierto. Nunca olvidaré con qué regocijo se exhibía ante la debilitada mujer, quien mientras tanto intentaba descansar acuclillada, con la boca abierta y la vista fija en el suelo. También había un monstruo peludo atado a un poste, una suerte de licántropo agresivo pero impotente, atormentado por unas jóvenes que jugaban con él, tirándole unas finas cintas de papel con las que a veces lo acariciaban y lo herían otras. Nos fueron ofrecidas muchas más escenas de este demencial collage viviente, pero temo que si intentase describirlas no se me creería.

Y en medio de todo ello, en lo alto de una amplia columna truncada, se encontraba un hombre joven sentado en un trono, dorado de pies a cabeza, inmóvil y bello, con los brazos cruzados sobre su torso. No parecía tan terrible como la imponente monstruosidad representada en el exterior, pero nos dirigía desde su atalaya una insolente mirada que apenas pudimos sostener durante algunos segundos.

Íbamos viendo todo esto simultáneamente mientras girábamos alrededor de la tarima, caminando por el pasillo cuadrangular circundante. Finalmente llegamos a una puerta situada al fondo de uno de los tramos, cubierta por una pesada tela oscura; entonces, la amalgama de sonidos cesó, las luces se apagaron y, en nuestras cabezas, el mundo pareció detenerse. Los guardas, quienes en todo momento nos rodeaban, apartaron la tela y nos mostraron un paso escalonado descendente parecido al de subida, aunque iluminado de manera convencional.

Según bajábamos, pude mirar durante unos segundos a través de un espacio entre dos chapas mal encajadas, próximas al techo: vi a un hombre con cuervovisera sostener distraídamente con una mano un sándwich a medio comer, mientras con la otra accionaba una palanca. Dos planchas en la pared, encajadas entre sí por unos picos metálicos, se separaron entonces en sentidos opuestos, arriba y abajo, abriéndose un hueco por el que entraba la luz del exterior, solo para cerrarse de nuevo al cabo de unos instantes. Mientras, el operario leía una revista sentado en una silla, dando buena cuenta de su tentempié hasta proceder al siguiente palancazo.
Qué hacía ahí ese hombre sería para mí, sin duda, otro de los muchos misterios silenciados en Mondo Egypto, que caerían sobre mis noches como losas a partir de entonces y que nadie querría escuchar.

La luz natural insinuada tras la última cortina de la última de las puertas significaba, para nuestra sofocada compañía, impagable agua de vida, refrigerio tras los trabajos y descanso para nuestras extenuadas mentes y pupilas.

Antes de salir, empero, Hinsuè quiso despedirse de nosotros gritándonos unas espontáneas palabras:

- ¡GRACIAS, SEÑORES! ¡GRACIAS POR SU BELEVONENCIA! ¡RECUERDEN QUE NO DEBEN CONTAR A NADIE LO VISTO AQUÍ, PIENSEN EN MI TRISTE DESTINO, SE LO SUPLICO! ¡ADIÓS, ADIÓS, AMIGOS!

Y buscando con la mirada a la anciana que con tanta bravura lo había defendido, sonrió tras el betún y le dijo adiós con la mano. Pero ella, aún congestionada y extraviada, no se dio cuenta.

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Cuando los trabajadores de Mondo Egypto salieron de la barraca al final de la jornada, nadie hubiera dicho que se trataba de las mismas personas que daban vida al mundo del interior: pantalones vaqueros, camisas de algodón y paraguas, porque el cielo estaba nublado.

El faquir se encontraba en el aparcamiento abriendo la puerta de su todoterreno cuando un hombre trajeado, maletín en mano, se dirigió a él extendiendo una tarjeta.

- ¿Valentín Schnider Pashabi?
- Sí, ¿con quién tengo el...?
- Agencia Tributaria. ¿Podría hacerle unas preguntas? Mañana, de todas maneras, debería presentarse ante...

El hombre seguía hablando, pero Valentín no pudo oír nada más. Tragó saliva, se apoyó en el coche y empezó a llover.

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