24 de marzo de 2007

Mondo Egypto (II)

'Nos he reconocido'

Siguiendo a nuestro joven e inopinado guía, que dice llamarse Hinsuè, ascendemos escalón a escalón por un angosto pasadizo de paredes metálicas pintadas de negro, con tanto sobrecogimiento como curiosidad. Así debió de sentirse Lord Carnavon al arrojar luz bajo el burka con que gusta de vestirse la Historia; estas que yo siento ahora, u otras semejantes, serían las mariposas que viajaban por sus venas, muriendo ensordecidas al final del trayecto por el timbal de su corazón desbocado.
Tan solo la musiquilla que también sube con nosotros (¿pero no es clavada a la de aquel videojuego de romanos de mi sobrino?) sigue conectándonos con un presente que cada vez se nos antoja menos tangible.

La planta superior no presenta ningún hueco. En cambio, una plataforma central oculta su contenido tras oscuros telones carmesís. En cuanto los visitantes más rezagados se nos unen, el niño mendigo nos advierte con temor: "Mucho cuidado, silencio o nos descrubirán... Yo era esclavo en palacio y derramé en presencia del Faraón una cesta de manzanas, por lo que fui ajusticiado. ¡Su ira es terrible!". Y susurrando exasperado estas palabras, retira alguno de los harapos que cubren su brazo derecho para mostrarnos una carne ennegrecida y maltrecha, sin duda objeto de tortura inclemente.

- ¡Ay, por favor! -clama alguien del grupo; otros se cubren la cara con las manos. Los chiquillos le observan con los ojos como platos y una maravillada expresión en sus rostros.

Repentinamente, un cañón de luz nos ciega, sobresaltándonos. Una profunda voz que parece proceder de todas partes a la vez nos paraliza con su insistente "Intrusos. Intrusos en la Cámara prohibida. Intrusos". Es la voz del Faraón, seguro. El de los dientes afilados, el despótico torturador de niños. Por cierto, que el chaval se ha esfumado. La hemos cagao.

Lo que parece ser un pequeño grupo de guardas reales, ataviados con placas metálicas y enarbolando unas imponentes lanzas, nos rodea en un decir ¡Jesús!. Se quedan mirándonos durante unos momentos que se hacen insoportablemente tensos, con sus feroces ojos arponeándonos desde el fondo de esos elegantes cascos con forma de cabeza de escarabajo.

- Yasuhe! Filt'ka desteshma! Hanu? -nos espeta uno al fin.

- Marcelo, yo lo estoy pasando fatal -confiesa Ana María Vidal con nerviosismo, mientras le clava a su marido las uñas en el brazo. Marcelo imagina que su presencia allí tiene que suponer una ofensa mucho mayor que tirar una cesta de manzanas, y sabe que no soportará un dolor más intenso que el de las uñas de su mujer. Nada escapa de su garganta.

Los niños se esconden detrás de sus progenitores, pero asoman las cabecitas de vez en cuando. El grupo entero de intrusos se estremece cuando otro guardia brama:

- Hinsuè tami!! Tchiil sobair.

Gritando y pataleando desde el fondo del pasillo, el niño mendigo es traído por la fuerza ante la presencia de todos.

"¡Criatura! Le han capturado", se dejan oír alarmadas varias voces.

Una anciana no puede soportarlo más y pide clemencia para el muchacho: la culpa no es suya, es de ellos por estar allí, no le castiguen más, bárbaros. Según acusa, según defiende, su voz se desgarra y aumenta de intensidad.

Raimundo Solís, uno de los guardas del grupo, se lo pasa pipa en su fuero interno. Cosas así no suelen suceder, pero tampoco es algo tan infrecuente. Más tarde él y sus compañeros comentarán los detalles con regocijo, mientras cuelgan en el vestuario sus disfraces o se meten un buen bocata de sardinas entre pecho y espalda. Raimundo planea realizar un libro basado en el estudio de la psicología de grupos integrados por desconocidos, sometidos a situaciones inesperadas que conllevan una cierta presión. Nunca dejará de sorprenderle cómo reacciona el ser humano y qué roles asume en un momento dado. Y hoy, pensaba felizmente, tendría un par de datos más que apuntar en su libretilla de estadísticas.

Ante la atónita mirada de la gente, los guardas y el chaval mantienen una breve y extraña conversación:

- Masabe howagno, durul kebennt -dice uno de ellos.
- Aqair xizem, massra? -negocia el chiquillo.
- Jamulhep, jamulhep! -sentencia otro.

Los guardas sueltan a Hinsuè, quien explica la situación: a cambio de su labor como intérprete, él no será castigado, pero los intrusos extranjeros deben jurar no volver a profanar el templo sagrado con su acyebto aliento. Y antes de ser expulsados, los guardas les mostrarán los horrores a los que se exponen si llegan a ser vistos por segunda vez en este lugar.

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