24 de diciembre de 2016

Maximilian, el piruletero cuerdo



'Un gramo de locura por tus pensamientos'


Como siempre por estas fechas, primer relato de tres. Destacadas en negrita se encuentran las palabras impuestas despóticamente por cada gerente a los otros dos, que han de figurar obligatoriamente en los textos. Felices y dulces fiestas...


Ya desde una tierna edad, Maximilian sabía lo que quería ser de mayor: odontólogo. Tan claro lo tenía, que avanzó espoleado por su motivación directamente hacia la consecución de ese objetivo.

Su primer día en la facultad supuso para él el gozo que emana de una íntima satisfacción; la de sentirse realizado. Se vio cómodo en todas las clases, salvo en la correspondiente a la primera asignatura que su grupo recibió, denominada Ética, documentación e historia de la odontología.

Varios años después, con toda la carrera superada meritoriamente, esa materia de primero aún se le resistía. No lograba aprobarla, incluso con sucesivos profesores y diferentes métodos docentes. De modo que fue presentándose a todas las convocatorias hasta alcanzar la última, de carácter extraordinario, y también la suspendió.

Fue entonces cuando sus padres le dijeron: “Ya te advertimos de que estudiar eso era una tontería. Vivir de verle y hurgarle las bocas a la gente no es un oficio decente. Tú deberías haber sido pianista. Mírate las manos, atontado. Son manos de pianista”. Y su madre añadió, deslizándose en una lenta danza por el salón familiar: “Clayderman… Gould… Brendel... ¡¡Un, dos, tres, un, dos, tres…!!”

Maximilian se desesperó y olvidó su sueño de abrir una clínica dental. Rompió los lazos familiares, sumergiéndose  entonces en un período de abandono y apatía vital. Apenas había trabajado esporádicamente en una fábrica de paraguas o como cobrador en un par de cines, pero ya se sentía quemado. Muchas noches sufría sueños inquietos en los que escuchaba el insistente canturreo de su madre, y la veía danzando, con la sonrisa de una hurí, sobre la alfombra de su casa, siguiendo los compases de una enervante partitura para piano y orquesta: “¡¡Un, dos, tres, un, dos, tres…!!”

Un día, en la habitacioncilla de su pensión, abrió la ventana y la habitual vaharada de compuestos químicos provenientes de una industria cercana lo alcanzó. El adictivo (a la par que repelente) olor a sustrato de colodión lo embriagó y, observando la herrumbre del polígono industrial, se sintió preso de una inmensa angustia. Se echó a andar con sus gastados zapatos, sin rumbo fijo, durante varios días y noches. Compraba cualquier cosa para comer y dormía en portales, o bajo los árboles. Caminó mucho tiempo por anodinos espacios abiertos hasta que se percató de que ya no sabría cómo volver. Entonces siguió errando hasta escuchar los inciertos sonidos de unos altavoces. Como todos nosotros, había llegado a Cuervolandia.

Quedó capturado por el cuervoembrujo de las instalaciones y su atmósfera. Se presentó en la gerencia para solicitar trabajo, que consiguió tras una extraña entrevista personal. Cada gerente le hizo una pregunta.

-¿Cuál es la capital de Arabia Saudí?
-Mmm… uff… Creo que Riad.
-¿Puede dibujar en esta servilleta la función x=y?
-A ver… Me parece que sería así.
-Si te pudieras colar en un delfinario sin que te pillasen, ¿lo harías?
-Bueno… No, creo que no.
-Empiezas mañana vendiendo pirulís por el parque -dijeron los tres a coro-.

Y así fue. En realidad vendía varios tipos de chucherías en una bandejita colgada al pecho por los hombros, anunciándolas sonoramente de vez en cuando mientras deambulaba (“piiiiiiiiruletááááá, ssssseeeeetas de shocoláááá, teeeejjjiiillas deaavelláááá, naaaaranjitas con azúúúúú, caaaaarameloooooos… ¡un, dos, tres, un, dos, tres!”).
Sin embargo, extrañamente, cuando llegaba el momento de cerrar la venta, un malestar generalizado se apoderaba de él, llevándolo a hiperventilar y obligándolo a sentarse en algún banco. Una vez que se le pasaba el sofocón, bebía unos tragos de agua y proseguía su labor.
Preocupado, se dio cuenta de que esto solo le pasaba cuando atendía a los pequeños. Si era alguno de sus padres quien realizaba la compra, todo iba bien. Pero si se trataba de un niño o una niña quien le pedía con ilusión alguna mercancía, sentía un rechazo y un conflicto interno que lo indisponía instantáneamente.

Concluyó que a ellos realmente no quería venderles golosinas. ¿Por qué, Dios mío, por qué? Durante la primera larga noche de zozobra y reflexión, llegó a la convicción de que todo sucedía porque no podía permitir que esos inocentes estropearan sus dientes tan fácil y dolorosamente con esos azúcares pegajosos y esos agresivos colorantes, fabricados seguramente de cualquier manera pero vendidos a precios que dejaban unos márgenes de beneficios escandalosos. ¿Es que solo él se daba cuenta?
En cambio, ese mecanismo de respuesta psicosomático no operaba cuando eran los adultos los compradores. Tal vez fuese porque, al no suceder la relación causal de un modo tan directo, no se sintiera tan culpable. Siempre cabía la esperanza de que los adquirieran para sí, o no les diesen los dulces a los infantes, o se los ofrecieran en casa para asegurarse de que se lavaban los dientes inmediatamente después, o qué sabía él.

Afortunadamente, gracias a eso, Maximilian pudo salvaguardar su puesto de trabajo generando unas ventas satisfactorias, al mismo tiempo que se enorgullecía por poder ejercer finalmente su vocación original. Pensó en solicitar otro puesto de trabajo, pero decidió que, manteniéndolo, hacía más bien que mal en el mundo. En esos tiempos, los edulcorantes artificiales eran aún ciencia ficción...

Con el paso del tiempo, aprendió a evitar las peticiones de los niños hasta donde era posible, convirtiéndose en un maestro de la excusa y del escabullimiento. Acabó tomando la medida precisa entre las actitudes de las familias y la distancia hasta su posición para dejarse estar, avanzar o desplazarse rápidamente a otro punto del parque. Además de esa aptitud para interpretar el lenguaje corporal, desarrolló una especie de marcha atlética merced a la cual nunca llegaba a correr, pero resultaba casi imposible de seguir. También sabía exactamente cuándo anunciar su mercancía o permanecer silente. Combinando todas estas habilidades, logró aumentar las ventas al mismo tiempo que, entre los pequeños fans de Cuervolandia, se desplomaban las ignotas tasas de afecciones dentales por caries derivadas de glúcidos.

Era consciente de que nunca nadie se lo agradecería, porque nunca nadie lo sabría. Pero él sí, y eso bastaba. Cada jornada de trabajo era una nueva ocasión de orgullo que sumar a la anterior. Volvía a sentirse como en su primer día de estudiante universitario. Recuperada la autoestima, muy pronto mejoró su imagen personal; daba gusto verlo paseándose con su bandejita por el parque, todo pincho como un pincel. Siempre sonriendo, su plaquita al pecho y su chistera anti-insolaciones lo hicieron familiar en el complejo. ¿Dónde está Maximilian? Ahora lo veías y ahora ya no. “¿Una bayonesita, señora, para su marido? ¡Uy, jajajá, qué susto, venga, sí, gracias! Ustedes son la sal de Cuervolandia, y claro, mi labor es hacer de contrapeso”.

Ni siquiera alguien tan zorro y agudo como el Señor Cubero llegó a detectar lo que se escondía tras Maximilian. No obstante, tampoco nuestro vendedor de chuches tenía idea de la labor de microguerra callada e infatigable que desarrollaba el contable.

Solo ustedes, queridos lectores, son conocedores de que ambas tendencias divergentes tenían lugar en Cuervolandia con idéntica intensidad y de cómo se anulaban mutuamente, contribuyendo mínima, aunque tal vez decisivamente, a la estabilidad del planeta.

3 comentarios:

  1. eddielucas:
    Soberbio magnífico,maravilloso,delirantemente cuerdo, cuerdamente delirante y un sinsentido consentido que da sentido a este goce de los sentidos. Felicidades por el primer relato...

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  2. Quienes atraviesan los muros de Cuervolandia corren el riesgo de contraer singular locura. Sólo hay un modo de evitarlo: ser orate de nacimiento o haberse contagiado durante la más tierna infancia.
    Este hecho diferencial actúa a modo de vacuna y te mantiene a salvo del flujo-cuervo...o no.

    Si quieren averiguarlo, sean osad@s y visiten Cuervolandia, el más mejor de los presuntos parques de atracciones del mundo espirituoso. O pregunten en Gerencia.

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  3. Sr. Anónimo Eddielucas... Se agradecen sus palabras de aliento. Los gerentes son como los Ojos del Guadiana: lo mismo inundan poblaciones enteras con la tinta de su pluma digital, que se entregan a pertinaces sequías durante años y años. Si nos damos cuenta, esto es muy cuervolandés... tanto que tal vez deba ser así necesariamente, para certificar que todo va bien. ¿Qué sucederá a lo largo de 2017? ¿Se abrirán de par en par esos ojos del Guadiana, se cerrarán definitivamente -ay, Diosito-, o se dedicarán a guiñar a diestro y siniestro? Dios de la lluvia, apiadatéééééé...

    Ches: Usted, como ya iniciada en nuestros ritos mistéricos, sabe que es bienvenida cada vez que cruza los rechinantes tornos oxidados de esta su casa. Es un honor que nos recomiende en las siempre ardientes redes sociales. Pregunten en Gerencia, sí; hagan caso de una experimentada viajera de Cuervolandia... Buscamos Bastianes Baltasares Buxes y Karls Konrads Koreanders como ustedes con urgencia. Y aquí Pedro Erquicia diría, señalándolos irritantemente con el dedo: "¡¡Sí, sí... Como ustedes!!"
    Gracias de nuevo y hasta pronto... Debo irme, el flujo-cuervo me arrastra con placidezzzzzzzz

    (-¡Maaaadre, ya se ha vuelto a dormir el agüeeeeelo!)

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