23 de noviembre de 2011

Gerente por un día (Nº 4): "Saber escuchar"


¿Quién turba nuestro reposo?


Cuervolandiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

Si amigos cuervofans, los gerentes nos hemos tomado un año sabático para reflexionar y tomar aire, para vivir experiencias y poder contarlas luego, no temáis, habrá relatos al alimón y cuervopoema navideño. Y el año que viene seguramente volveremos a la gerencia con renovadas historias. De todos modos hay clientes que nos leen y que se incorporan al trajín de nuestro parque y no renuncian a la oportunidad de ser gerentes por un día y así lo hace nuestro amigo Adolfo Marín que nos ha conmovido con su historia. Merece la cuervogerencia por un día sólo por hacernos despertar del letargo. Gracias y bienvenido a cuervolandia.

Precaución: los coches de choque no tienen frenos.


SABER ESCUCHAR

El hombre tomó asiento junto al anciano. Después se giró con placidez, le miró y le ofreció una amplia sonrisa. El anciano, acostumbrado a no esperar compañía alguna en sus largas tardes en el banco del parque, se sintió tan sorprendido como complacido al verlo. El hombre vestía impecablemente, con un estilo sencillo que constituía la clave de la elegancia que destilaba. En la pulcra camisa había dejado el botón superior desabrochado de manera deliberada, y una chaqueta italiana, en perfecta armonía con los pantalones y los zapatos, le daba el aspecto sólido de una persona acostumbrada a atraer las miradas sin pretenderlo, por su mera presencia. Su imagen estaba lejos de la manida formalidad del hombre de empresa, y tampoco recordaba a la inquietante figura del comercial que esconde su ansia de ventas bajo una mueca dentada. No parecía tener prisa u objetivos concretos; simplemente estaba allí, sentado y satisfecho del mundo que se desplegaba ante sus ojos en aquella tibia tarde de principios de otoño.

- Buenas tardes - dijo el hombre. En su voz se percibía la serenidad propia de quien se ha asentado en la vida, sin traza de ese odioso orgullo forzado que muchos usan para creerse reafirmados. Debía de rondar los cincuenta años, pero su aspecto jugaba a su favor y hubiera sido fácil suponer que acababa de cumplir los cuarenta.

- Buenas tardes -respondió el anciano, levantando una de sus manos apoyadas en el bastón para tocar el ala de su sombrero a modo de saludo.

Hubo un momento de silencio. El hombre miraba pausadamente hacia arriba y giraba la cabeza con lentitud, estudiando las ramas del árbol que les cubría. De vez en cuando el sol en lo alto, bajando lentamente hacia la línea del horizonte ante el banco, se filtraba entre las hojas y le hacía guiñar los ojos. A sus espaldas, el camino por donde había llegado se adentraba en la oscuridad creada por la bóveda de vegetación.

De pronto dijo:

- Se está bien aquí, ¿verdad?

No era habitual para el anciano que alguien tratase de hablar con él. Esto era en parte algo buscado, ya que procuraba huir de las agobiantes charlas de hospital a las que tan aficionados eran los demás ancianos que frecuentaban el parque, y por eso había elegido aquel banco en penumbra, donde a ninguno de aquellos enfermizos individuos se le ocurriría sentarse. Pero, por otro lado, lamentaba profundamente su aislamiento. Dentro de su propia familia su figura había ido transformándose poco a poco en una sombra. Los hechos de su rica vida ya no interesaban a sus hijos y nunca habían interesado a sus nietos, y cansado de competir en desventaja con el monótono ruido de fondo del televisor, se retiraba a la soledad de aquel banco a rumiar sus recuerdos sin molestar a nadie. Por eso tuvo una extraña sensación de complicidad con el hombre cuando éste le dirigió la palabra.

- Sí, la verdad es que sí- respondió-. Yo vengo todas las tardes desde que me jubilé. Siempre que haga buen tiempo, claro.

- ¿Y hace mucho de eso?

- Bueno… Depende de cómo se mire. Cinco años pueden pasar muy rápido o muy despacio. En mi caso pasan muy despacio.

El hombre asintió con una leve inclinación de cabeza y un murmullo de aprobación.

- Le comprendo. Tiene usted aire de mundo, de haberse movido mucho y haber visto muchas cosas. Seguro que pasarse las tardes en el banco de un parque no es su ideal de jubilación.

- Tiene razón. Mi hija mayor me protege demasiado, apenas me deja hacer nada. Me prepara la comida, controla las medicinas que he de tomar, me abriga de más e incluso me dice a dónde debo ir y a dónde no. Todo lo hace, menos escucharme. Y el caso es que puedo valerme perfectamente por mí mismo, pero vivo con ella porque se empeñó tanto que no pude negarme. Enviudé poco antes de jubilarme, y en ausencia de mi mujer, que en paz descanse, mi hija parece sentirse responsable de darme un retiro cómodo. Como si quisiera compensarme por los esfuerzos que pasé para criarla a ella y a sus hermanos.

- ¿Tanto tuvo que hacer por ellos?

- Ningún buen padre se quejaría de lo que tuviera que hacer por sus hijos. Yo, al menos, no me quejo. Pero tampoco siento que haya sido un padre tan bueno, aunque si no lo fui, se debió a las circunstancias. Al poco tiempo de nacer mi hija mayor me quedé sin trabajo, y pasé muchos meses sin encontrar nada. Ya sabe que aquí nunca ha habido trabajo. En aquel tiempo todavía era peor, de manera que acabé por marcharme a Sudamérica.

Sudamérica… Mencionarla hizo que un eco vibrante resonase en lo profundo de la mente del anciano.

- Allí me hice camionero, ¿sabe usted? Cuando llegué a Caracas le pedí un préstamo a un primo mío que había emigrado unos años antes. Las cosas le habían ido bastante bien y había podido ahorrar cierta cantidad de dinero al margen de lo que enviaba a casa, así que no tuvo problemas en prestarme un poco. Eso sí, con los correspondientes intereses –rió entre dientes-. Por eso, en cuanto tuve el camión, me lancé a ganarme el jornal por los caminos.

El anciano miró con atención al hombre. En el rostro de éste afloraba, rejuveneciéndolo aún más, una intensa expresión de expectación, como la de un niño que va al cine por primera vez y ve apagarse las luces mientras el proyector se enciende y empieza a sonar la música en la sala. Parecía dispuesto a absorber con placer cuantas anécdotas estuviese él dispuesto a ofrecerle.

“Qué gran oportunidad”, pensó el anciano. Y comenzó a desenrollar, con una paciencia impregnada de emoción contenida, el ovillo de sus recuerdos.

Poco a poco los minutos se fueron llenando de escenas almacenadas a través de los años en los archivos de la memoria. Al principio fueron desplegándose con esfuerzo, anquilosadas como miembros que han permanecido sin moverse largo tiempo. Pero pronto la mente se acomodó a la situación y las palabras empezaron a fluir con soltura, y los recuerdos a encadenarse y a encajar entre sí. El anciano había recorrido prácticamente todo el continente a los mandos de su camión, y en más de una ocasión los conocimientos acumulados durante su vida en el campo hasta los dieciséis años le habían resultado muy útiles para resolver situaciones comprometidas, cuando no para salvarle de la muerte. De modo que, entre majestuosas cordilleras y llanuras infinitas, violentas tormentas y secos páramos, gigantescos rebaños de ganado y extraordinarios animales de la selva, e individuos de todo el espectro de calidades humanas posibles, las experiencias de su juventud en la casa paterna emergían aquí y allá y se mezclaban con naturalidad en la trama de lo contado. Así, cosiendo los retales de su historia personal, fue recorriéndola, mientras el sol seguía bajando hacia el horizonte y sus rayos se iban suavizando.

Durante todo ese tiempo el hombre permaneció sentado en la misma posición. Se mostraba a todas luces atrapado por la conversación, que ya no era tal, sino prácticamente un monólogo en el que el anciano hablaba y hablaba, cada vez más rápido y con mayor intensidad. En los primeros momentos el hombre había hecho pequeños incisos, preguntas concretas que habían ayudado a que arrancase el relato, pero ahora se limitaba a asentir de cuando en cuando mientras sonreía sin cesar con una amplitud proporcional a la pasión que el anciano ponía en su narración. No parecía cansarse; más bien al contrario, se le notaba ávido de escuchar, y era sin duda aquella avidez la que arrastraba al anciano a contar todo cuanto iba surgiendo de los rincones polvorientos de su cabeza.

Porque en aquella cabeza ya sólo quedaba polvo en los rincones. El espacio central se había despejado para convertirse en un majestuoso escenario. Sobre su plataforma, los acontecimientos del pasado rompían la ajada envoltura color sepia en que el ostracismo los había encerrado y se desplegaban mostrando su esplendor original. Además, al aumentar el ritmo de la narración, aquellos recuerdos que habían empezado a abrirse tímidamente como flores mustias recién regadas estallaban ahora con la furia de fuegos artificiales.

No hubo tregua al silencio. Ni un momento de descanso, ni la necesidad de humedecerse la garganta; nada interrumpió. Más aún, el discurso siguió acelerándose, y cuando la aventura sudamericana tocó a su fin, el anciano prosiguió con la historia del regreso a casa. Luego vino la tienda de ultramarinos que montó con el dinero ganado, y con ella los chismes y rarezas de la gente que allí acudía. Ya se sabe, esa gente que siempre parece normal. Entre medias, por coincidencia en el tiempo, se mezclaron la educación y los logros de los hijos. Después, en una especie de estertor sentimental, el anciano vomitó la pena por la pérdida de su mujer bajo la forma del relato de su enfermedad, agonía y muerte. Finalmente llegó la jubilación.

- … y esto es todo hasta la fecha.

Al instante de pronunciar aquella frase, el anciano sintió algo muy extraño, algo que no había experimentado nunca. Tuvo la desagradable sensación de que entre sus manos se deslizaba el extremo de una cuerda vital, y aunque el instinto enseguida le hizo reaccionar para asir el precioso cabo, éste quedaba ya fuera de su alcance. Con una velocidad sorprendente, se alejó sin remisión hasta perderse por completo.

Se quedó vacío. En su interior, desalojado a fuerza de habla, su mente buscó ansiosa un punto al que aferrarse. Una seña de identidad, migajas de la memoria, cualquier cosa. Pero ya no quedaba nada.

Los ojos del anciano se abrieron de par en par, las pupilas se dilataron. Trató de absorber la realidad con la mirada, en un esfuerzo desesperado por capturar del entorno algo que le devolviese un ápice de sí mismo. Sin embargo, nada de lo que allí había formaba parte verdadera de él.

El mundo empezó a cambiar al blanco. El sol estaba a punto de descender por debajo del follaje del árbol sobre sus cabezas, y su luz, aunque mortecina, pronto bañaría el banco del parque. Pero no aún. El mundo cambiaba al blanco sólo para el anciano, y los objetos a su alrededor iban fusionándose en una única masa de hielo puro que presagiaba un frío infinito.

Ejecutando con asombrosa lentitud un simple giro de cabeza, volvió la vista hacia el hombre. Buscó a tientas su rostro a través de las escasas fisuras que quedaban en la pared inmaculada que cubría sus ojos. Buscó un gesto de ayuda, la última confortación de saberse socorrido en aquel momento trágico. Lo que encontró, sin embargo, fue la visión de la sonrisa del hombre. Una sonrisa parecida a la que le había hecho ganarse la confianza del anciano, pero en absoluto igual. La boca se había ensanchado y afinado a la vez, las mandíbulas apretaban los dientes con saña, y en las comisuras de los labios afloraba una perversidad íntimamente satisfecha.

El corazón del anciano se estremeció, encogiéndose de horror hasta detenerse.

El blanco lo inundó todo.

El hombre se apartó ligeramente hacia el extremo del banco sin dejar de mirar al anciano. El cuerpo de éste empezó a inclinarse con lentitud, fue aumentando el ángulo poco a poco y terminó desplomándose sin vida sobre el asiento de madera. El bastón cayó a tierra con un sonido amortiguado, y el sombrero se volcó y quedó apoyado boca arriba.

El hombre se puso en pie. Con el aire placentero de un gato que se despereza, estiró sus extremidades mientras bostezaba. Luego metió las manos en los bolsillos del pantalón, echó a andar con parsimonia y enfiló hacia la entrada del camino por donde había llegado. Desde el inicio del sendero, cubierto por la penumbra, lanzó una última mirada al banco donde yacía el anciano. Justo en aquel momento el sol, en su caída, surgió entre el follaje y la línea del horizonte. La claridad reveló la escena: un anciano tumbado en su habitual banco del parque, en el que nunca se le había visto acompañado. Tal vez estuviese durmiendo, pero pronto la desmadejada postura de su cuerpo llamaría la atención de alguien que acudiría a tratar de despertarlo en vano.

Para los periódicos sería otro cadáver misterioso que seguía la misma pauta de los anteriores.

Triunfante, el hombre se adentró en la oscuridad del camino sin volver a mirar atrás, dejando en el aire el rumor de una canción murmurada que se fue apagando en la distancia.

6 comentarios:

  1. amigoimaginario24/11/11 9:17 a. m.

    Verdaderamente conmovedor. Todo un recorrido por el derecho a la escucha y el valor de la misma, y todo un alegato contra la soledad y la ruptura social.

    Dejo este video que me ha evocado el relato.

    http://www.youtube.com/watch?v=DkFJE8ZdeG8

    ResponderEliminar
  2. Opúsculi Maiúsculi24/11/11 11:39 a. m.

    Realmente bueno y muy bien contado. Desde la altura moral que nos otorga ser lectores de Cuervolandia, exigimos que los gerentes por un día tomen por la fuerza la gerencia y expulsen a los anteriores (i)rresponsables de la crisis creativa que azota esta web, cuando a la vista está que hay muchas historias fabulosas que ansían ser relatadas. Reboluçom ajinha¡

    ResponderEliminar
  3. Historia de gran altura lingüistica y excepcional poesía.
    Triste, muy triste y, en mi opinión, real. Así es el mundo actual, no hay quien escuche, sobre todo a los "mayores" y, lo que es peor, estamos deshumanizados, el prójimo no interesa.
    Pero, pensemos, el prójimo somos todos nosotros.

    ResponderEliminar
  4. Como dijo Noé a los tres meses de diluvio, nunca llovió que no escampara, ya era hora de que el pueblo tome por asalto la gerencia del parque, basta ya de contratos temporales de gerencia y promesas vanas, ya está todo el humo vendido y la gente quiere realidades, por ello hay que romper el silencio y empezar a reconstruír Cuervolandia. Hay que felicitar a Adolfo y darle las gracias, porque ha empezado a abrir las ventanas para que el aire penetre en nuestro parque más querido y atender muy bien a lo que dice porque cualquier día puede pasarnos como al anciano del relato, que descubrió que el no tener nada que decir es morir un poco. Viva cuervolandia!!!

    ResponderEliminar
  5. Qué alegria que hayais abierto de nuevo este paraiso llamado Cuervolandia y qué hermoso relato. La muerte en vez de jugar al ajedrez se dedica a escuchar nuestros recuerdos, eso sí que es una muerte dulce y lo demás tonterías.
    Pura poesía.
    Un abrazote.

    ResponderEliminar
  6. Bueno... ¿Qué puedo decir? Muchas gracias a todos los que habéis comentado. Da gusto ser gerente por un día con acogidas tan cálidas, y me alegro de que este solapado "audiokiller" y su malhadada víctima os hayan complacido, tanto como me alegro que mi historia haya servido para darle un rearranque bien merecido a Cuervolandia.

    ResponderEliminar

Sírvase expresar aquí su graznido: