Como siempre por estas fechas, primer relato de tres. Destacadas en negrita se encuentran las palabras impuestas despóticamente por cada gerente a los otros dos, que han de figurar obligatoriamente en los textos. Felices y dulces fiestas...
Ya
desde una tierna edad, Maximilian sabía lo que quería ser de mayor:
odontólogo. Tan claro lo tenía, que avanzó espoleado por su
motivación directamente hacia la consecución de ese objetivo.
Su
primer día en la facultad supuso para él el gozo que emana de una
íntima satisfacción; la de sentirse realizado. Se vio cómodo en
todas las clases, salvo en la correspondiente a la primera asignatura
que su grupo recibió, denominada Ética, documentación e historia
de la odontología.
Varios
años después, con toda la carrera superada meritoriamente, esa
materia de primero aún se le resistía. No lograba aprobarla,
incluso con sucesivos profesores y diferentes métodos docentes. De
modo que fue presentándose a todas las convocatorias hasta alcanzar
la última, de carácter extraordinario, y también la suspendió.
Fue
entonces cuando sus padres le dijeron: “Ya te advertimos de que
estudiar eso era una tontería. Vivir de verle y hurgarle las bocas a
la gente no es un oficio decente. Tú deberías haber sido pianista.
Mírate las manos, atontado. Son manos de pianista”. Y su madre
añadió, deslizándose en una lenta danza por el salón familiar:
“Clayderman… Gould… Brendel... ¡¡Un, dos, tres, un, dos,
tres…!!”
Maximilian
se desesperó y olvidó su sueño de abrir una clínica dental.
Rompió los lazos familiares, sumergiéndose entonces en un período de
abandono y apatía vital. Apenas había trabajado
esporádicamente en una fábrica de paraguas o como cobrador en un
par de cines, pero ya se sentía quemado. Muchas noches sufría
sueños inquietos en los que escuchaba el insistente canturreo de su
madre, y la veía danzando, con la sonrisa de una hurí, sobre
la alfombra de su casa, siguiendo los compases de una enervante
partitura para piano y orquesta: “¡¡Un, dos, tres, un, dos,
tres…!!”
Un
día, en la habitacioncilla de su pensión, abrió la ventana y la
habitual vaharada de compuestos químicos provenientes de una
industria cercana lo alcanzó. El adictivo (a la par que
repelente) olor a sustrato de colodión lo embriagó y,
observando la herrumbre del polígono industrial, se sintió preso de
una inmensa angustia. Se echó a andar con sus gastados zapatos, sin
rumbo fijo, durante varios días y noches. Compraba cualquier cosa
para comer y dormía en portales, o bajo los árboles. Caminó mucho
tiempo por anodinos espacios abiertos hasta que se percató de que ya
no sabría cómo volver. Entonces siguió errando hasta escuchar los
inciertos sonidos de unos altavoces. Como todos nosotros, había
llegado a Cuervolandia.
Quedó
capturado por el cuervoembrujo de las instalaciones y su atmósfera.
Se presentó en la gerencia para solicitar trabajo, que consiguió
tras una extraña entrevista personal. Cada gerente le hizo una
pregunta.
-¿Cuál
es la capital de Arabia Saudí?
-Mmm…
uff… Creo que Riad.
-¿Puede
dibujar en esta servilleta la función x=y?
-A
ver… Me parece que sería así.
-Si
te pudieras colar en un delfinario sin que te pillasen, ¿lo harías?
-Bueno…
No, creo que no.
-Empiezas
mañana vendiendo pirulís por el parque -dijeron los tres a coro-.
Y
así fue. En realidad vendía varios tipos de chucherías en una
bandejita colgada al pecho por los hombros, anunciándolas
sonoramente de vez en cuando mientras deambulaba
(“piiiiiiiiruletááááá, ssssseeeeetas de shocoláááá,
teeeejjjiiillas deaavelláááá, naaaaranjitas con azúúúúú,
caaaaarameloooooos… ¡un, dos, tres, un, dos, tres!”).
Sin
embargo, extrañamente, cuando llegaba el momento de cerrar la venta,
un malestar generalizado se apoderaba de él, llevándolo a
hiperventilar y obligándolo a sentarse en algún banco. Una vez que se
le pasaba el sofocón, bebía unos tragos de agua y proseguía su
labor.
Preocupado,
se dio cuenta de que esto solo le pasaba cuando atendía a los
pequeños. Si era alguno de sus padres quien realizaba la compra,
todo iba bien. Pero si se trataba de un niño o una niña quien le
pedía con ilusión alguna mercancía, sentía un rechazo y un
conflicto interno que lo indisponía instantáneamente.
Concluyó
que a ellos realmente no quería venderles golosinas. ¿Por qué,
Dios mío, por qué? Durante la primera larga noche de zozobra y
reflexión, llegó a la convicción de que todo sucedía porque no
podía permitir que esos inocentes estropearan sus dientes tan fácil
y dolorosamente con esos azúcares pegajosos y esos agresivos
colorantes, fabricados seguramente de cualquier manera pero vendidos
a precios que dejaban unos márgenes de beneficios escandalosos. ¿Es
que solo él se daba cuenta?
En
cambio, ese mecanismo de respuesta psicosomático no operaba cuando
eran los adultos los compradores. Tal vez fuese porque, al no suceder
la relación causal de un modo tan directo, no se sintiera tan
culpable. Siempre cabía la esperanza de que los adquirieran para sí,
o no les diesen los dulces a los infantes, o se los ofrecieran en
casa para asegurarse de que se lavaban los dientes inmediatamente
después, o qué sabía él.
Afortunadamente,
gracias a eso, Maximilian pudo salvaguardar su puesto de trabajo
generando unas ventas satisfactorias, al mismo tiempo que se
enorgullecía por poder ejercer finalmente su vocación original.
Pensó en solicitar otro puesto de trabajo, pero decidió que,
manteniéndolo, hacía más bien que mal en el mundo. En esos tiempos, los edulcorantes artificiales eran aún ciencia ficción...
Con
el paso del tiempo, aprendió a evitar las peticiones de los niños hasta donde era posible, convirtiéndose en un maestro de la
excusa y del escabullimiento. Acabó tomando la medida precisa entre
las actitudes de las familias y la distancia hasta su posición para
dejarse estar, avanzar o desplazarse rápidamente a otro punto del
parque. Además de esa aptitud para interpretar el lenguaje corporal,
desarrolló una especie de marcha atlética merced a la cual nunca
llegaba a correr, pero resultaba casi imposible de seguir. También
sabía exactamente cuándo anunciar su mercancía o permanecer
silente. Combinando todas estas habilidades, logró aumentar las
ventas al mismo tiempo que, entre los pequeños fans de Cuervolandia,
se desplomaban las ignotas tasas de afecciones dentales por caries derivadas de glúcidos.
Era
consciente de que nunca nadie se lo agradecería, porque nunca nadie
lo sabría. Pero él sí, y eso bastaba. Cada jornada de
trabajo era una nueva ocasión de orgullo que sumar a la anterior. Volvía a
sentirse como en su primer día de estudiante universitario.
Recuperada la autoestima, muy pronto mejoró su imagen personal; daba
gusto verlo paseándose con su bandejita por el parque, todo pincho
como un pincel. Siempre sonriendo, su plaquita al pecho y su chistera
anti-insolaciones lo hicieron familiar en el complejo. ¿Dónde
está Maximilian? Ahora lo veías y ahora ya no. “¿Una bayonesita,
señora, para su marido? ¡Uy, jajajá, qué susto, venga, sí,
gracias! Ustedes son la sal de Cuervolandia, y claro, mi labor es
hacer de contrapeso”.
Ni
siquiera alguien tan zorro y agudo como el Señor Cubero llegó a
detectar lo que se escondía tras Maximilian. No obstante, tampoco
nuestro vendedor de chuches tenía idea de la labor de microguerra callada e infatigable que desarrollaba el contable.
Solo
ustedes, queridos lectores, son conocedores de que ambas tendencias
divergentes tenían lugar en Cuervolandia con idéntica intensidad y
de cómo se anulaban mutuamente, contribuyendo mínima, aunque tal
vez decisivamente, a la estabilidad del planeta.
eddielucas:
ResponderEliminarSoberbio magnífico,maravilloso,delirantemente cuerdo, cuerdamente delirante y un sinsentido consentido que da sentido a este goce de los sentidos. Felicidades por el primer relato...
Quienes atraviesan los muros de Cuervolandia corren el riesgo de contraer singular locura. Sólo hay un modo de evitarlo: ser orate de nacimiento o haberse contagiado durante la más tierna infancia.
ResponderEliminarEste hecho diferencial actúa a modo de vacuna y te mantiene a salvo del flujo-cuervo...o no.
Si quieren averiguarlo, sean osad@s y visiten Cuervolandia, el más mejor de los presuntos parques de atracciones del mundo espirituoso. O pregunten en Gerencia.
Sr. Anónimo Eddielucas... Se agradecen sus palabras de aliento. Los gerentes son como los Ojos del Guadiana: lo mismo inundan poblaciones enteras con la tinta de su pluma digital, que se entregan a pertinaces sequías durante años y años. Si nos damos cuenta, esto es muy cuervolandés... tanto que tal vez deba ser así necesariamente, para certificar que todo va bien. ¿Qué sucederá a lo largo de 2017? ¿Se abrirán de par en par esos ojos del Guadiana, se cerrarán definitivamente -ay, Diosito-, o se dedicarán a guiñar a diestro y siniestro? Dios de la lluvia, apiadatéééééé...
ResponderEliminarChes: Usted, como ya iniciada en nuestros ritos mistéricos, sabe que es bienvenida cada vez que cruza los rechinantes tornos oxidados de esta su casa. Es un honor que nos recomiende en las siempre ardientes redes sociales. Pregunten en Gerencia, sí; hagan caso de una experimentada viajera de Cuervolandia... Buscamos Bastianes Baltasares Buxes y Karls Konrads Koreanders como ustedes con urgencia. Y aquí Pedro Erquicia diría, señalándolos irritantemente con el dedo: "¡¡Sí, sí... Como ustedes!!"
Gracias de nuevo y hasta pronto... Debo irme, el flujo-cuervo me arrastra con placidezzzzzzzz
(-¡Maaaadre, ya se ha vuelto a dormir el agüeeeeelo!)