'Susuna'
Don Eloy Buján estaba contento: a su avanzada edad, el trabajo como operario y técnico de mantenimiento que durante años venía realizando en Cuervolandia, se ajustaba perfectamente a su vida y circunstancias. Siempre lo había dicho y por ello se sentía muy agradecido.
Ese día, como todos los demás, se dirigió bien temprano a la caseta de máquinas disimulada tras una puerta en la fachada de esa, entendía él, prodigiosa atracción. Casi no se notaba la cerradura si no se conocía su punto exacto de ubicación: bajo la entrepierna del astronauta que, dibujado sobre un fondo negro estrellado, saludaba a los clientes con una congelada ingenuidad y el casco bajo el brazo. Pues bien, en esa estrellita metió D. Eloy su llave cerrando tras de sí.
Todavía se acordaba de la primera vez que desempeñó su tarea, poco después de que uno de los gerentes comprase de ganga el dispositivo clave de la barraca a un buhonero que transitaba por el desierto con su carro de cachivaches tirado por un borrico.
— Se lo dejamos muy bien de precio, ¿eh? Nos quita usted un peso de encima, se lo confieso, que si no, no… ¿eh? Tan solo le haría falta una limpieza y puesta a punto. Ah, y tome… A ver dónde la he metido… Espere. Por aquí andaba… Ahí está, debajo de estas planchas de hierro. No la pierda, ¿eh? Que si no… ¡Jo! ¡Jo! ¡A ver quién lo pone en marcha! Oiga, ¿puede darnos un vaso y un cubo de agua?
Aspirando el olor a aceite industrial, encendió las luces verdes del angosto pasillo para dirigirse sin demora al motor principal del ingenio. Con los guantes enfundados, giró y giró el mecanismo hasta ser visitado por un ligero sudor, momento en que, como de costumbre, empezó a escucharse el zumbido de la maquinaria. Pausa y giros, una y otra vez. Se trataba de un ritual bien conocido, un baile cuyos pasos y ritmos ya dominaba a la perfección. Una última y más penosa vuelta, palancazo y… ya estaba por hoy. Satisfecho, secó su frente, apagó la luz y enfiló hacia el snack-bar a enchufarse un carajillo. El médico se lo había dicho con la analítica en la mano: “Eloy, estás hecho un toro”. Él sonreía al recordarlo, pues creía saber por qué.
Aspirando el olor a aceite industrial, encendió las luces verdes del angosto pasillo para dirigirse sin demora al motor principal del ingenio. Con los guantes enfundados, giró y giró el mecanismo hasta ser visitado por un ligero sudor, momento en que, como de costumbre, empezó a escucharse el zumbido de la maquinaria. Pausa y giros, una y otra vez. Se trataba de un ritual bien conocido, un baile cuyos pasos y ritmos ya dominaba a la perfección. Una última y más penosa vuelta, palancazo y… ya estaba por hoy. Satisfecho, secó su frente, apagó la luz y enfiló hacia el snack-bar a enchufarse un carajillo. El médico se lo había dicho con la analítica en la mano: “Eloy, estás hecho un toro”. Él sonreía al recordarlo, pues creía saber por qué.
Flotando a 6 metros de altura en esa cámara hueca cuadrangular coronada por una cúpula, Florentino Muñoz se preparaba para ser astronauta. Pero de los de verdad. Iba allí todos los días a entrenarse. Así, cuando las dificultades del paseo espacial no entrañaran secretos para él, se presentaría a las pruebas de la NASA, o la ESA, o como se llame, y arrasaría con los demás candidatos. Entraba siempre a primera hora, antes de que el lugar se llenase de incómodos aficionados que solo iban allí para divertirse y molestar, con sus chillidos, risitas y torpezas. Él se esforzaba por hacer como que no los veía, labor harto difícil, pero aceptaba la situación como otra faceta de un entrenamiento en el que no sólo se cultivaba el equilibrio y la aptitud espacial, sino también el poder de la mente a través de la concentración.
Una vez detectó a una chica que demostraba una gran habilidad; cuando volvió a entrar a la cámara por segunda vez junto a él, supo sin duda que se trataba de una rival. No paró hasta arreglárselas para machacarle una mano de un pisotón.
Una vez detectó a una chica que demostraba una gran habilidad; cuando volvió a entrar a la cámara por segunda vez junto a él, supo sin duda que se trataba de una rival. No paró hasta arreglárselas para machacarle una mano de un pisotón.
Carlitos Santalla tuvo miedo la primera vez que entró en la cámara con su padre. Ahora, en cambio, era una lata, pensaba él, que no permitiesen pasar a los niños sin un mayor que los acompañase. Cuando le pilló el truco, se impulsaba levemente con los pies desde lo alto de la cúpula y veía acercarse con lentitud el suelo de madera listado a su nariz . Si tenía la suerte de que nadie se interpusiera en su camino, justo antes de besar la parte de abajo (que a veces parecía la de arriba, según le dictaban sus sentidos), soplaba con fuerza para quedar suspendido como un jamón a ras de suelo, si bien solía encontrarse reemprendiendo el viaje exactamente en sentido inverso al inicial… hasta que el tiempo se agotaba y, a cámara lenta, volvía a ascender (no, descender) sintiendo como si le pusieran encima un peso invisible cada vez más odioso. El lastre de su propio cuerpo, de su sangre que, como plomo líquido, volvía a dotarlo de mortalidad y vulnerabilidad. Volvía a ser normal.
Pero la mayoría de los chavales solo deseaban hacer diabluras y cabriolas imposibles con sus cuerpos tras un vacilante, maravillado período de adaptación que podía durar de 2 a 3 minutos. Qué divertido era soltar bolitas de salivillas y reencontrárselas, o perseguirlas y volverlas a engullir las primeras veces, hasta que te percatabas de que no eras el único divirtiéndose por allí; o girar sobre ti mismo como los chinos del trampolín esos de la tele; y fijarse en los pelos de las niñas era divertido y espectacular, como al principio de las películas de James Bond o cuando están debajo del agua, y también es mala suerte que ninguna llevase falda.
Pero la mayoría de los chavales solo deseaban hacer diabluras y cabriolas imposibles con sus cuerpos tras un vacilante, maravillado período de adaptación que podía durar de 2 a 3 minutos. Qué divertido era soltar bolitas de salivillas y reencontrárselas, o perseguirlas y volverlas a engullir las primeras veces, hasta que te percatabas de que no eras el único divirtiéndose por allí; o girar sobre ti mismo como los chinos del trampolín esos de la tele; y fijarse en los pelos de las niñas era divertido y espectacular, como al principio de las películas de James Bond o cuando están debajo del agua, y también es mala suerte que ninguna llevase falda.
Tampoco faltaban las parejitas de enamorados, o eso creían ellos —reflexionaba Eloy, felizmente casado, rematando su vermut—, quienes empezaban cogiéndose de la mano o con unos cándidos besitos y, con tanta levedad, parecía que les acababa pesando la ropa. Como el caso de aquellas dos muchachas que, a lo tonto a lo tonto, le habían obligado a activar la palanca de gravedad antes de tiempo... algo menos gradualmente de lo planeado. Sí, tal vez se le fue la mano pasando de gravedad 0 a G +1,5 de sopetón, pero en su disculpa ante los gerentes fue valorado su lógico nerviosismo y, en fin, que hay cosas queeee… en una atracción familiaaar…
A consecuencia de incidentes relativamente frecuentes como aquel, durante un tiempo se decidió forrar el suelo con un blando y grueso revestimiento rojo. Sin embargo, no tuvo éxito: la gente se quejó, les parecía inapropiado y hacía que se sintieran incómodos, embaucados de alguna extraña manera que en las hojas de reclamaciones no acertaban a precisar, por más que se alegasen motivos de seguridad por parte de la gerencia. Finalmente, el mullido tejido se retiró y una nueva sala de Mondo Egypto fue inaugurada.
No obstante, los momentos más satisfactorios que vivió en el parque se los regalaban, una vez cada tres meses, los discapacitados de un colegio: venían en bus con sus sillas de ruedas, sus muletas, sus hierros, y después volaban como pájaros y sonreían, cómo sonreían. Él los dejaba disfrutar durante más tiempo del establecido, con la vista alegremente fija en los cristales. “¡¡Mira, profe!! ¡¡Mira, mamá!! ¡Mira, mira!”.
Después, para rematar tanta maravilla, con las miradas aún encendidas, la gerencia les invitaba a un Cuervofrutas que manchaba sus dientes para el resto del día, como indeleble impronta de felicidad.
Eloy salió del snack-bar pensando en el futuro. A él le encantaría que se recogieran las cuervofichas de la atracción en el aire, o que esos niños con dificultades pudieran encontrarse con mascotas en la cámara. Había pensado incluso en un habitáculo anexo especial para que los enamorados y enamoradas se entendiesen durante más tiempo (abonando un número mayor de cuervofichas, claro está) sin escandalizar ni ser interrumpidos, o en la instalación de un dispositivo especial de limpieza que absorbiera los líquidos indeseados o esporádicas vomitonas. No era ajeno a los problemas técnico-logísticos que todo ello planteaba, pero estaba seguro de que, si no él, estos avances podría llegar a verlos su sucesor.
Según llegaba a la cámara, vio que Florentino Muñoz estaba esperando la apertura de puertas impacientemente. Detrás de él, una pareja de obesos novatos manoseaba sus cuervofichas con nerviosismo. Tal vez —se dijo ahogando una sonrisa—, en esta ocasión, tuviera que llevar la palanca hacia los números negativos.
Entró en la caseta de máquinas, comprobando por última vez que la enorme llave estaba girada a tope y bien ajustada.
—Me encanta mi trabajo.
Siempre lo había dicho y por ello se sentía muy agradecido.