31 de mayo de 2008

El laberinto de los espejos

'Albor de una nueva raza'

'Antiguo como el mundo' o 'Hweee!!'


Vicente Borrás, Vitín, sentía una irresistible atracción hacia los laberintos. Los de la sección de pasatiempos, los mitológicos, los de plastilina que se construía él mismo en cajitas plásticas transparentes de guardar barajas, y a los que añadía una bolita de metal para imaginarse recorriendo ensimismado esos circuitos verdiazules y pasar por debajo de los minipuentes.

También las libretas cuadriculadas con espiral de alambre eran para él laberintos vírgenes, a los que solo era necesario hacer visibles los caminos y paredes con una regla para luego ponerse a prueba a sí mismo y a sus padres, internándose en esos espacios mágicos donde se entrecruzan incertidumbres y Minotauros.

Sin embargo, cuando con toda la ilusión pidió visitar el laberinto de los espejos de Cuervolandia, papá y mamá le pusieron la cara de decir que no. ¿Por qué le negaban justamente las cosas que más quería hacer? Como había sucedido muchas otras veces, esas rápidas miradas que se intercambiaban parecían indicar que la inapelable decisión pronto le sería comunicada.

Entonces comenzó a angustiarse, mirándolos suplicante y señalando con el dedo la puerta de la atracción. Su respiración acelerada y los balbuceos que acompañaban un incipiente pataleo nervioso casi precipitan la situación a su favor, pero no lo suficiente. Fue solo cuando gimió "¡El laberiiiinntooooo...!" y miró hacia el suelo, aferrándose con sus puños a la ropa de sus padres, que se obró el cambio de sino ante el temor de que esa tarde de domingo se viniera abajo tan solo por una bien conocida afición.

Anda, tira... Mejor que vaya yo con él, no vaya a ser que yo qué sé —dijo el padre.

Y así, la amargura que comenzaba a tomar asiento en la garganta de Vitín se transformó en unas inmensas puertas abriéndose en el interior de su pecho, insuflándole nuevos aires de expectación y frescas ráfagas de alegre excitación.

Al llegar a la taquilla, quiso ser él quien entregase las cuervofichas a la chica con cuervovisera, envuelta en algo parecido a un chubasquero transparente sobre un mono blanco. Ella le dijo:

—No te vayas a perder, ¿eh?

Eso lo confundió, porque él lo que quería era perderse, se suponía que se iba allí para eso, porque un laberinto no es nada si no te pierdes. Pensando en ello estaba cuando cruzó el umbral de la entrada cogido de la mano paterna, y una sensación de maravilla se propagó por su cuerpo.

Por todos lados había cristales y espejos; hasta en el techo. El suelo, muy gastado ya, era de color rojizo. La luz natural, secretada por el cielo nublado, alcanzaba el interior. Algunas columnas semitraslúcidas se levantaban sin necesidad aparente: se podían rodear casi todas, pero muchas de ellas solo eran el reflejo de las verdaderas. Tras pasearse un rato, su padre jugaba a
asomarse tras ellas y decirle "cucú", cosa que a él le encantaba, y respondía de igual modo.

En uno de esos "cucús" vio reflejado a su hijo de espaldas, escondiéndose travieso, pero no volvió a responder. Se acercó sonriendo para darle un susto, pero el asustado fue él, porque una señora empezó a gritar y acto seguido a reírse. Con su pelo corto, en el espejo deformante parecía un niño. Él mismo, al mirar hacia su derecha, se vio como un gigante y delgado como un espagueti. Debió darse cuenta de que los pantalones de ella no eran... ¿de qué color eran los de Vitín? Marrones, o negros, creía recordar; no azul marino.

—¡Vitín!

A pesar de tratarse de un espacio cerrado, tuvo la impresión de que cualquier sonido que emitiese no volvía hacia él: parecía ser absorbido por un gran vacío de imposible ubicación. Al caminar, la luz del exterior iba apagándose, tras tanto filtro continuo y tanta reflexión. Decidió volverse a acercar hacia la entrada, pero al girarse había una pared blanca.

—¡Jooooder!

Miró el reloj y se dio cuenta de que las agujas se habían parado. Seguía ahora un pasillo de sucios cristales. Preguntándose si no habría también metacrilato o algún material de imitación, tocó con los nudillos en algunas planchas laterales. Para su sorpresa, bajo sus pies le devolvieron los golpecitos. Ya no había un suelo rojo como Dios manda, sino más oscuras transparencias. "¡Vitín! ¡Vicente, ¿eres tú?!" Se sintió algo incómodo. ¿Cómo iba su hijo a tocar el techo del primer piso...?

No me jodas que esto tiene varias plantas.

Ahí sí se asustó. Pero no podía verse nada a través del suelo, tan gastado y con tan poca luz. Ya decía él que meterse en este tipo de barracas tenía que ser peligroso. Él, un hombre hecho y derecho, lo único que quería ahora era encontrar a su hijo y salir.
Tras pensárselo unos segundos, cogió su teléfono móvil y llamó a su mujer. Le contestó una niña que solo sabía callar y reír; y lo mismo sucedía siempre, cualquiera que fuese el número marcado. A cada tramo que recorría, se iban repitiendo los dos golpecitos desde abajo. Si se detenía, no se oía absolutamente nada durante minutos enteros, hasta que volvían a hostigarle como para que caminase.

—¡Mira, cabrón, no me toques los cojones, ¿me oyes?! —Pero reconoció un matiz de desesperación al final de sus palabras, pues la garganta se le había secado y casi le dolía, como cuando de pequeño, en el colegio, la profesora le llamaba al encerado y él no sabía resolver el ejercicio.

Empezó a percibir sombras aisladas e imprecisas a través de algunos cristales, o fugaces reflejos en espejos que mostraban una irritante calma cuando miraba fijamente. En uno de ellos se vio a sí mismo perfectamente, pero antes de girarse, lo que creía ser su reflejo se dio la vuelta y echó a correr, hasta abrir una puerta y salir al día gris del exterior. Quiso hacer lo mismo, pero no pudo: solo se trataba de un espejo que no le devolvía ninguna imagen.

Comenzó a sudar, pensando en lo mal que lo estaría pasando su hijo. Llevaba allí dentro demasiado tiempo. Esos reflejos de antes podría ser gente que abandona el recinto porque ya es tarde, seguro. Lo último que quería imaginar era la reja metálica exterior del laberinto cerrándose con él y su hijo dentro. A lo mejor había más gente en esa situación, personas que podían ser de cualquier tipo. Incluso podían conocer bien el laberinto y quedarse dentro a propósito para hacerles Dios sabe qué a los que se perdían, como él.

Intentó orientarse fijándose en la intensidad de la luz, pero esta, muy debilitada, parecía provenir de todas partes. Sentía que en todo momento se encontraba en el mismo centro de ese infierno de silencios y suelo verde. Sí, ahora el suelo era verde, y en uno de los espejos se vio reflejado como un hombre plagado de arrugas con bastón, en una vejez horrible. No cabía duda, era su reflejo: el viejo repetía lo mismo que él hacía. Se llevó las manos a la cara, asustado, y el viejo se echó a reír en silencio, con desprecio.

Echó a correr hasta entrar en una habitación totalmente negra. El piso era traslúcido por completo. Había personas en la planta inferior. Incluso puede que hubiese varias más sobre su cabeza. Ya no sabía si estaba en la misma que cuando entró, maldita sea la hora. Fatigado, se echó al suelo de cristal y les gritó, pero no le oían. ¿Pero qué estaban haciendo? ¿Qué coño...? Estaban bautizando a un bebé ahí abajo. Se parecía a las pocas fotos que conservaba de su bautizo. Incluso el vestido de la madrina se... Su corazón se detuvo. Luego volvió a moverse, pero sintió cómo se le paraba. La pila bautismal se le antojaba horrible. Al coger el bebé la madre, se le cayó de los brazos. Los invitados se levantaron de las sillas. El cura elevó la vista hacia donde él estaba, mirándolo lastimeramente, y lo santiguó con la mano.

Tras correr locamente, gritando y golpeándose contra columnas y planchas, tropezó y cayó en medio de ninguna parte, haciendo añicos uno de los espejos. Tiritando, se sentó acurrucado tras sus rodillas en una oscuridad casi total. Hasta él llegaban esporádicos susurros y ecos de pasos. Alguno de esos pasos trajo una sombra que le tiró un beso. Entonces sintió un soplo de viento en su frente y fue testigo del breve fulgor de una puerta al cerrarse. Avanzó, frenético: nada. Era un espejo. Dio media vuelta lentamente, se adentró un poco más en la oscuridad y sus manos hallaron el pomo. Se abrió dulcemente, sin oponer resistencia, al exterior. Reconoció el suelo rojizo bajo sus pies, y frente a sí una escalinata que desembocaba en el pavimento gris del parque.

Se detuvo a valorar si volver a entrar: tal vez para revivir el acto de escapar, tal vez para seguir buscando a su hijo en el interior. No lo hizo. Bajando las escaleras, se sintió un cobarde. Pronto vio la taquilla del laberinto, y algo más lejos a su mujer, de espaldas. Se acercó hacia ella lentamente, sin saber exactamente qué decirle.

Tocó su espalda y ella se giró con una sonrisa.

—¡Hola, tardón! ¿Qué, te has perdido?

—¡Papá se ha perdiiiiiiiido!

Vicente estaba allí, pegado a las piernas de su madre. Cayó de rodillas para abrazarlo, estremeciéndose.

—Cariño, ¿qué te pasa? —preguntó inquieta.

—No podía salir, no podía salir...

—Pero papá, hay un montón de salidas, es un rollo de laberinto. Yo pensaba que ya te habías marchado y vine aquí...

...Y había perdido al niño...

—¿Perdido? Si hace cinco minutos que habéis entrado —dijo ella—. ¿No miraste el reloj?

El reloj volvía a funcionar como si nunca se hubiese parado, y él supo de algún modo que jamás se había llegado a detener en el mundo que él conocía.

—Papiii, ¿a cuál vamos ahora?

—Vámonos a casa.

—¡Joo-óóóó!

Y entregándole a ella las llaves del coche, le dijo:

—Conduce tú.