'¿Qué os parece mi mágico mundo de colores?'
Miró
a través del cristal de su despacho, desde las oficinas de la planta
28. Anochecía. Ante él, como siempre, se extendía el luminoso
paisaje urbano de Fukuoka. Con una cadencia monótona, recorrió las
instalaciones rumbo al ascensor para volver a casa. Algunos
trabajadores permanecían en su puesto hasta que la compañía les
apagaba la luz, y esa actitud laboral sobre la que tanto había
reflexionado le hacía sentirse victorioso y fracasado a la vez.
Durante
el viaje de cuarenta minutos en tren hasta su hogar, recordó las
palabras de su antiguo jefe: “¡Yonadera, la compañía espera que
dé más de usted!”, así como las de sus compañeros en las clases
de español del colegio: “¡Yonadera, Yonadera, tiene el culo de
madera!”.
Aunque
la vida en su pequeño apartamento podría ser sin duda más cómoda,
cenar y hablar con su mujer, Meiko, suponía un bálsamo diario para
él.
Esa
noche se despertó antes de tiempo. Decidió navegar un poco por
Internet en el cuarto contiguo, antes de desayunar. Iba a pulsar
mecánicamente en la pestaña de favoritos el nombre de su diario
preferido, pero se detuvo sin saber por qué. Observó durante unos
instantes la pálida página de su buscador y el cursor parpadeante.
Repentinamente, tecleó “荒廃”
y
aparecieron varios resultados. Hizo clic para avanzar 7 u 8 páginas
en la lista (pues solía obviar las sugerencias principales) y acabó
en la web ramplona de una agencia de viajes. Ofertaban vuelos a
‘destinos singulares’ de todo el mundo, lugares de ‘discreta
demanda turística’ a precios muy razonables. La pequeña
caricatura de un cuervo, envuelta en una densa maraña de recuadros
de texto, capturó su atención: “Conozca la verdadera flor del
desierto, Kueruborandia, a solo 18 horas de usted. El billete no se
puede comprar por Internet; ha de presentarse en nuestras oficinas de
2 a 4 de la tarde, o de 2 a 4 de la madrugada, con un jersey blanco.
¿Cuál es su concepto de
felicidad, Sr. Yonadera Hosei?”.
Perplejo, amplió la escala de la página y volvió a mirar: ni
rastro del anuncio, ni del cuervito.
Desayunó
sintiéndose presa de una cierta confusión. Equivocó
el azúcar con la sal en el té de su mujer. Se comía las
senbei
abstraído. Esa
mañana, una vez sentado
en su silla de trabajo, se rio levemente y, meneando
la cabeza, comenzó su
tarea diaria. Así volvieron a pasar los días… Pero aquella
extraña experiencia con el ordenador golpeaba suave y frecuentemente
su memoria.
A
Meiko decidió no decirle nada de su inquietud, aunque ella comenzó
a notarlo raro.
─Te
pasa algo, Hosei. En tu mirada.
─¿Algo,
cómo?
─Un
brillo, una… emoción.
─No
es nada, será que se me ha metido cualquier cosa en el ojo
─bromeaba─.
Buscó
muchas veces más aquel pequeño anuncio rectangular de letra
comprimida y córvido garabato en blanco y negro, sin éxito.
Pero recordaba el peculiar contenido del mismo, e igualmente conocía
el nombre de la agencia de viajes. Durante algún tiempo más estuvo
dándole vueltas, cada vez más convencido de que debía hallar la
forma de embarcarse en ese viaje de promisión.
El
día en que se decidió fue realmente el anterior a aquel en el que
preparó una excusa ante su jefe para abandonar el trabajo durante
parte de la tarde. Al día siguiente era festivo. Como se trataba de
un trabajador veterano y muy regular, la compañía no le puso
trabas. Se llevó su cajita de bentō
para comer y trazó una ruta directa a la calle de sus desvelos.
Cuando
llegó, recorrió los portales en un sentido y otro,
infructuosamente. Abigarrados rótulos, neones y recovecos le
impedían separar el grano de la paja, como si tejiesen una baldía
densidad informativa que nublase su percepción. Preguntó a los
transeúntes, pero a nadie le sonaba esa referencia. El tiempo
transcurría con rapidez y llegó un momento en que, cansado, se dijo
que debía de estar loco perdiendo la tarde así. Además, ni
siquiera había comido. Se encaminó de vuelta a la oficina un poco
avergonzado y lo vio. Fue como un fogonazo en su cabeza, cinco
segundos a toro pasado. Retrocedió unos metros para reconocer,
pintado en la pared de un viejo edificio, casi oculto entre otros
grafitis y papeles semiarrancados, aquel esquemático y simpático
icono del cuervo (que ahora lo observaba con perplejos ojos
saltones). Su pico, orientado hacia unas escaleras húmedas y
oscuras, sin duda lo invitaba A ÉL a acudir, a experimentar un
encuentro en la tercera fase, a pactar. Miró el reloj de su móvil:
eran las tres y media.
Descendió,
cauteloso, varios tramos de escalones que se iban torciendo hacia la
derecha a medida que disminuía su tamaño, hasta finalmente
convertirse en una pequeña rampa. Se vio envuelto por un sonido de
maquinaria sometida a tensión eléctrica. Sobre la puertecilla
metálica podía leerse “呼び出しなしで渡す”.
Intentando controlar su respiración, el Sr. Yonadera se detuvo un
momento y por fin entró, pero lo que vio no le gustó nada.
Se
encontró con una barra como de bar, de madera, escasamente
iluminada, con un ordenador portátil sobre ella. Un sofá y algunas
sillas estaban dispuestas en torno a las paredes salpicadas de varios
pósteres viejos del Caribe, de Turquía, Atolladero (Texas) y
Samarcanda. No pudo evitar venirse abajo; como no parecía haber
nadie, en silencio puso una mueca y giró sobre sus talones para
cruzar nuevamente la puerta.
Una
voz infantil con extraño acento gaijin le preguntó qué
deseaba. Desde una habitación situada al otro lado de la barra entró
en escena, resuelta, una niña occidental portando un taburete bajo.
Subiéndose a él, emergió con una gran sonrisa ante el portátil y
se sacó una piruleta de la boca.
─Me
llamo Atanasía, ¿en qué puedo ayudarle?
─Esto…
¿Esto es una agencia de viajes?
─Sííí-í
─asintió cantarinamente.
─¿Tenían
ustedes un destino a… en avión, de… unas 18 horas, creo que
era…?
─…
─¿A…
Un lugar, llamado, emm... Kueruborandia? ─sus últimas palabras
eran casi un avergonzado susurro.
─No.
─¿No?
─No,
lo siento. Pero a lo mejor le pueden interesar algunos otros lugares
con los que sí trabajamos.
─Lo
lamento, ha sido un error… Pero gracias, ya lo pensaré. Adiós.
Y
se fue.
“Qué
mal, Hosei, estás fatal. Fatal. Pero el dibujo… El dibujo… En
fin”. Hubiese caminado con desánimo, pero vio que eran ya las 4
menos diez, y no le sobraba el tiempo. De hecho, se incorporaría a
la oficina más tarde de lo previsto. Al guardar el móvil, reparó
en su manga. Llevaba una cazadora negra sobre un jersey azul. Hiiiija
de puta. Echó a correr como un descosido y entró como un relámpago
en una tienda de moda. Empezó a pedir a gritos un jersey blanco, se
lo arrebató de las manos al vendedor, lo pagó con su huella digital
usando el móvil y, como un miura, desapareció del local dejando a
los que allí estaban en un estado de incrédula parálisis. Por
supuesto, se coló por delante de todos los clientes y ni siquiera
llegó a probarse la prenda.
La
puerta de metal volvió a abrirse, esta vez violentamente. Un hombre
fuera de sí, con sus gafas brillantes de sudor, gritó con decisión:
“¡¡Un billete a Kueruborandia, por favor!!”. Atanasía fue
testigo de cómo casi se ahoga al hacer una profunda reverencia,
porque el jersey que se había puesto (del revés) sobre el anterior
era como mínimo de tres tallas menos. Miró la hora en el ordenador:
las 15:58 dieron lugar a las 15:59.
─Claro
que sííí-í. Le tomo los datos.
El
regreso de Yonadera esa tarde a la compañía fue bastante comentado.
A pesar de que había procurado refrescarse y adecentarse mínimamente
en los servicios de la planta baja, varios de sus compañeros y su
propio jefe no pudieron evitar mirarlo con cierta desaprobación,
unos, o preocupación, otros. El caso es que ese día recogió sus
cosas nada más volver, mostrando siempre una absurda sonrisa de
satisfacción en su cara. Traía una carpetilla gris bajo el brazo a
la que se aferraba con intensidad, con orgullo.
Durante
el viaje hasta su hogar, se sentía como en una nube. “Hacía años
que no me encontraba así”, se dijo. Comió su almuerzo en el tren.
Al entrar en casa, su mujer percibió claramente que algo había
sucedido. Pero se limitó a observar, entre preocupada y sorprendida.
Esa
noche, una vez había apagado la luz para dormir, le dijo:
─Meiko,
a lo mejor, dentro de un par de meses…
─Haces
un viaje.
Silencio.
─¿Es
muy lejos?
─Sí,
pero no sé exactamente dónde.
─¿Y
vas a volver, verdad?
─Por
supuesto.
─¿No
puedo ir yo?
─Me
temo que no.
─¿Tan
importante es para ti?
─Sí
─respondió, un poco asustado.
Ella
no volvió a decir nada. Al rato, se quedaron dormidos.
Poco
después del amanecer, volvió en sí. Volteándose para mirarlo soñar,
susurró:
─Entonces,
de acuerdo.
Precioso cuervorelato, calienta las noches de invierno con sus Aires orientales como un ponche cargado de sake, felicitaciones por este relato cargado de reminiscencias hessianas y feliz cuervonavidad a la gerencia!!!!
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