TRUCO O CONTRATO
—Buenas noches, corazón.
—Buenas noches, mami. ¿Me dejas encendida la luz del pasillo?
—Mmm. Pero solo hasta que te duermas.
Cuarenta minutos después…
—¡Mamááááá! ¡Mamiiii!
—¿Qué pasa, quieres agua?
—Hay un mosquito.
—A veeer, que ponemos otra vez el aparato…
—Es el mismo de ayer.
—No, cariño. Será otro. El de ayer ya murió.
—No, mamá, que es el mismo, ¿no te das cuenta?
Escenas como estas, destellando repetidamente a lo largo y ancho de la geografía nacional, marcaron el comienzo del fin de la industria antimosquitos desarrollada por nuestro gerente con su dispositivo y tanto esfuerzo. Llegó el momento en que se descubrió la cruda verdad, y es que los difusores eléctricos no eliminaban a los insectos; solo los repelían (eso sí, muy eficazmente).
El caso es que ni en la caja ni en las instrucciones del antimosquitos se mencionaba la eliminación de los bichos, garantizándose únicamente la solución del problema y el fin de las molestias.
El objeto principal de la polémica versó en torno a si las fábricas debían limitar el efecto de los ingenios al período de su uso o si, por el contrario, estas tendrían la obligación de garantizar la ausencia de mosquitos cuando los aparatos no funcionasen. ¿Estaba una empresa obligada a llegar tan lejos, incluso en contra de sus propios intereses, sin dejar de cumplir lo prometido?
Esta situación hizo correr ríos de saliva por parte de las asociaciones de consumidores, levantándose muchas voces críticas, y también por parte de las empresas competidoras, a quienes se les hacía la boca agua ante río tan revuelto, mientras se frotaban las manos de la misma manera que los pequeños insectos acicalaban sus probóscides.
En tanto unos exigían la devolución del dinero, otros consumidores se daban por satisfechos; la vocecilla del ecologismo incipiente ensalzó el producto para resultar rápidamente sepultada; finalmente, la competencia se desmarcó de los perdonavidas, llevada por una furia genocida que exigía a voz en grito el sacrificio de sangre de los dípteros (de hecho, cierta compañía creó por entonces un eslogan de impacto por contraste para su nueva campaña publicitaria, que rezaba: “Los mata bien muertos”)… Estaba visto que aquello solo podía acabar en los tribunales.
La magistrada ponente no veía claro el asunto. Ella usaba el antimosquitos de marras en su casa sin problema alguno, pero también era cierto que había dado por supuesta la muerte de los condenados chupasangres, y resultaba que no, que los mismos debían ser espantados noche tras noche. El abogado defensor esgrimió un argumento que a todos haría reflexionar en la intimidad de sus camas, a oscuras, los ojos bien abiertos:
—A todos aquellos ávidos de muerte… y nunca sospeché que nuestra sociedad se mostrase tan cruel… les encantará saber que, a la larga, los mosquitos morían finalmente de sed, irritación y agotamiento. ¡Ahora estarán contentos!
Ello conllevó que nutridos grupos de personas se manifestasen con pancartas de papel estraza a las puertas del juzgado, gritando “¡Sádicos!” y “¡Torturadoreeees!” (esto último proferido, sobre todo, por una señora obesa de perenne y florido caftán, quien levantando el cuello y agitando su tronco espasmódicamente, berreaba cada día con una claridad y potencia ciertamente turbadoras, aferrada con sus deditos a las vallas metálicas de protección). Así las cosas, hubo quien no pudo seguir usando el artilugio debido a las pesadillas generadas por su mala conciencia, y en las iglesias muchos cirios fueron consumidos lentamente, conmemorando el padecimiento de toda una especie.
La Asociación Nacional de Fabricantes de Insecticidas (ANFI), presentándose como acusación particular, fue la que más metió el dedo en la llaga. Su representante en el juicio, don Adelino Burjasot, moviéndose por el estrado con la gracia y parsimonia de un gallo, les acusó de estafadores. Violenta y teatralmente estrelló contra el suelo un recambio del producto. Instintivamente, con una exclamación ahogada, todo el mundo se echó hacia atrás en su silla o se cubrió la cara con el dorso de una mano. Entonces, extendiendo su enjuto dedo índice, clamó con inquisitorial voz:
—¡Esto es lo que respiran sus hijos por las noches!
Se lograba un efecto magnífico mostrándose muy agresivo hasta la palabra “respiran”, para después quebrar algo la voz, cargándola de una emotividad contenida, a partir de “sus” hasta el final de la frase, y el experimentado don Adelino conocía todos los resortes del alma: no en vano había trabajado durante 25 años como vendedor de enciclopedias a puerta fría, antes de estudiar Derecho por la universidad a distancia.
Largas deliberaciones, pobladas por contradictorios sentimientos, martirizaron a los magistrados día sí y día también, en el que sin duda fue el caso más complicado de sus dilatadas carreras funcionariales.
Pero mientras, en la calle, ya se esperaba un fallo perjudicial para los comercializadores del dispositivo. Don Adelino, padre de seis criaturas, compró por precaución un montón de aparatos para seguir usándolos cuando los retirasen del mercado (la línea de acusación de la ANFI y lo de la muerte de los mosquitos le pareció siempre una soberana tontería).
Finalmente, la justicia habló. Considerando que en la caja aparece la simpática silueta de un mosquito atravesado por la conocida señal de prohibición, y dado que no se indica específicamente la cualidad de mero repelente químico del compuesto evaporable, debemos condenar y condenamos a los acusados a rediseñar los embalajes y las instrucciones del antimosquitos, dejando en lo sucesivo meridianamente claros su naturaleza y fines. Firmamos y rubricamos: Celia María Briones Valdez, Bartolo de Sasso y Ferrato, y Damián de las Heras Alcacide.
Aunque la sentencia fue cumplida escrupulosamente, los meses siguientes evidenciaron que el daño infligido a la imagen de marca había sido devastador. Las ventas sufrieron bruscos descensos consecutivos que dieron al traste con el negocio. Ahora, madres de familia y tiernos infantes exigían insecticidas letales que exhibiesen en la etiqueta insectos posando al lado de bombas con la mecha prendida y una calavera pintada en su interior, mosquitos aplastados por la suela de un zapato, estallando en pedazos o sentados patéticamente en sillas eléctricas.
Mitigado el dolor por el éxito alcanzado hasta entonces, los padres de la criatura herida de muerte decidieron poner fin a su asociación mercantil.
Arturo P. derivó hacia la industria hidráulica y de la elevación, alcanzando a la postre gloria y reconocimiento como el artífice de la famosa plaquita metálica que advierte en los ascensores de todo el país: “PRECAUCIÓN. NO SE ACERQUEN A LA ENTRADA. IMPIDAN QUE LOS NIÑOS VIAJEN SOLOS”, más conocida por su texto alterado “PRECAUCIÓN. CERQUEN LA ENTRADA. PIDAN QUE LOS NIÑOS V AJEN SOLOS”.
Por su lado, nuestro gerente, sobrepasado por las circunstancias, poco después cogió su coche y condujo sin destino, cada vez más lejos de la gente, de mujeres con caftanes y agresivos juristas. Debía aclarar su mente, dilucidar su norte. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿A qué dedicar sus energías? Se adentró en el desierto marchando erráticamente durante varias horas, llevado por un extraño frenesí. Finalmente bajó del coche, dio un par de vueltas alrededor del vehículo y, envuelto en arenisca, aulló con la fuerza reprimida de muchos meses:
—¡¡¡ME CAGO EN ROOOOOOOSSSS!!!
(A miles de kilómetros de ese lugar, un joven hombre llamado Ross Perot cayó redondo en su rancho, con las manos en las orejas, aquejado de un insoportable pitido auditivo. Cuando le ayudaron a levantarse de nuevo, supo que tenía una misión en la vida).
Cansado y sediento, abrió el maletero del coche: nada de agua. Volviéndose al cielo con los ojos fuertemente cerrados, se lamentó:
—¡Señor! ¿Qué más quieres de mí?
¡Pap! Algo cayó sobre su hombro derecho. Una cagada de ave. Quitándose la camisa con furia, reparó en un cuervo que lo observaba tranquilamente desde el techo del coche, cerca de la antena.
—¿¡Serás…!?
¡Pap! Otro indolente regalito, esta vez sobre el parabrisas, hizo al desafortunado viajero presa de una gran angustia. Enrolló la camisa para propinar un soberano zurriagazo al ave, pero justo entonces sus miradas volvieron a cruzarse. No era normal que un cuervo tuviera esa cara de estar de vuelta de todo, ese gesto despótico y condescendiente.
—Me construirás un templo —graznó.
—¿Eh? ¿Qué?
—¡Un templo!
Transcurrieron unos segundos que se hicieron eternos bajo el sol ardiente y sobre la ígnea arena (aunque lo cierto es que el día ya se estaba nublando un poco).
—¿No sabes lo que es un templo?
—No, si es que…
—¿Tú eres tonto?
Otros latidos de corazón más se escurrieron por su vida como si nada.
—A ver, es que no…
—Tú hazlo, carajo.
Y tras hablar así, alzó el vuelo de repente.
Aunque confundido, su lado comercial tomó la palabra y gritó:
—¡Un templo aquí no daría suficiente dinero!
Y enseguida apostilló:
—¿¡Qué tal un… parque de atracciones!?
El cuervo, todavía visible en las alturas, graznó dos veces. Eso, como en las películas de discapacitados que se expresan con parpadeos de ojos (uno para negar, dos para afirmar), solo podía suponer una respuesta positiva.
De camino a su ciudad, sumido en un trance casi hipnótico, se iba animando cada vez más. Le estaba encantando la idea... Un lugar de recreo que acogería a toda la familia tanto como a espíritus solitarios, con una amplia y peculiar gama de servicios disponible. Pero, ¿era víctima de una afortunada alucinación o todo había sucedido realmente? En cualquier caso, ya estaba decidido. Tendría que buscar más socios para hacer posible un proyecto de tal envergadura, nunca mejor dicho. Y realmente, se preguntó, ¿qué sabía él de parques de atracciones?
Cinco horas después, detuvo el coche delante de la biblioteca municipal. Se encaminó raudo a la sección rotulada con la letra A, hasta encontrar un apartado titulado “Atracciones, parques de”. Escogiendo varios voluminosos libros para empezar, enfiló con decisión hacia el puesto de la bibliotecaria, una lánguida y dulce señorita de huidizas miradas rubias, posándolos pesadamente sobre el mostrador.
—Va a tener que darme los datos para hacerle un carné, si quiere llevarse esos libros —dijo ella, sin dejar de ordenar unas fichas.
Aún tocado e iluminado por la gracia sobrenatural que lo acompañaba, supo ver en esa bibliotecaria que tan fríamente se dirigía a él a una interesante y atractiva mujer, con la que a buen seguro podría entenderse. Pletórico de confianza y armónico hasta decir basta, le propuso con entusiasmo:
—¿Quieres que te muestre un gran parque de atracciones para grandes y chicos que aún tengo solo en mente, pero que sin duda voy a construir algún día?
Ella lo miró por encima de las gafas con la boca entreabierta. Vio a un tipo bastante acelerado cubierto de polvo, con la camisa cagada por una paloma y sudando como un condenado. Observándolo de abajo a arriba, reparó en que llevaba desabrochados varios botones que dejaban entrever buena parte de su anatomía. Cuando se fijó en su cara, era un espíritu fuerte y aún joven quien le sonreía, rezumando ilusiones y una alocada complicidad.
Respondió casi sin darse cuenta, sonriendo con convicción.
—Sí, quiero.
Gran final de la historia, soberbio comienzo de la HISTORIA !!!
ResponderEliminar!--[if!supportEmptyParas]--
Me solidarizo con Vd. en una cultura donde lo que prima es matar bien muerto a todo lo vivo, un invento que de una oportunidad a la víctima se convierte en algo revolucionario,quizá por ello el cuervo le premió con su mensaje revelador en el desierto, quizá no, en todo caso me ha gustado su relato y ardo en deseos de saber la historia de los demás gerentes, mereció la pena la espera, una vez más enhorabuena.
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Buenísimo!
ResponderEliminarAmigo Eddielucas, me connnnngraaatula su comentario y su reflexión acerca de las armas que dan oportunidades a sus víctimas, a riesgo de que al fabricante le caigan un par de collejas, eso sí. Algo me dice que la historia de algún otro gerente irá desfilando tarde o temprano por estas mismas páginas......
ResponderEliminarÁ Xibela, nos alegramos de que haya disfrutado con Cuervolandia. Prepárese porque hay más cosas en salmuera que iremos sirviendo en la mesa como Promovisa, sin pausa pero sin prisa. Un placer tenerle por aquí, no deje de visitarnos.