31 de diciembre de 2015

Catenaria



'Un óbolo, por karité'


Refinados cuervopacientes:

Embarcándonos en esos juegos de abanicos, espejos y tafetanes que son tan de nuestro agrado, les proponemos este relato endemoniado al alimón, autoconstreñido a la regla de que cada segmento debía comenzar por una palabra determinada y contener otras dos, cada terna impuesta al siguiente gerente por uno de los otros*.

¿No se entiende nada, verdad? ¡Bien! Pues es el momento de ponernos con ello.

[*En negrita, las palabras obligatorias]

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I

Estupefacción!!!  Estupefacción e iraaaaa!!! gritó el Arcipreste  cuando Bela besó a Dimitri en el tercer acto de la ópera búlgara del momento.  El grito del Arcipreste que expresaba sus sentimientos con la palabra exacta que los describe hizo enmudecer el cuervoteatro palidecer de asombro a las numerosas excursiones de confundidos niños, sobresaltó incluso a varios miembros de la embajada de Tuvalu que se creyeron la engañosa publicidad de que la Ópera sobre hielo" Nostalgias de Rumelia"era una disparatada comedia y en realidad se trataba de una atrevida versión contemporánea e iconoclasta del último Zarato de Tarnovo que rompía la cuarta pared y tiraba por tierra todas las ideas preconcebidas de continuísmo y estructura de guión fijadas por Tarkovsky ,Greenaway y Cassavettes.

Los intentos de Atanasía  aplacar la ira del Arcipreste diciéndole que la escena del oso hormiguero era una metáfora de los valores píos de la Santísima Trinidad y del divino perdón, fueron inanes, el Arcipreste gritó a todo pulmón la ira que le quemaba y le dejaba en el paladar un gusto amargo y salado, casi berberechesco. Estupefacción e iraaaaaaa!!!


II

Doríforo encarnado, fuerte y esbelto, no hubiera podido contenerlo. La función se deshizo en medio de un gran revuelo: cientos y cientos de gafapastas presentes en el auditorio protestaron sonoramente; los niños chillaban, indefensas presas de la frustración artística; los actores bajaron del escenario y un gran número de espectadores se subieron; alguien tuvo que agarrarse a unas cortinas según se caía, las cuales cedieron parcialmente por el peso, generando una vibración suficiente como para que los cables de la Gran Lámpara Ahumada se descolgaran desde la cúpula y, tras provocar el mayor de los pánicos durante unos segundos en los que los decibelios emanados de todas aquellas gargantas alcanzaron su pico, esta detuvo bruscamente, con un trueno, su inmisericorde caída a pocos metros del suelo. Muchos se pusieron a rezar allí mismo, bajo el bamboleante coloso enhollinado. El embajador de Tuvalu golpeaba su cabeza compulsivamente contra el respaldo de un asiento. El Arcipreste figuraba en el epicentro de toda esa confusión violenta, gesticulando y moviendo la boca, aunque tampoco a él nada podía entendérsele. Todos los demás, arremolinados, querían confluir en torno como una marea con su propia dinámica de fluido, mas las butacas de la platea dificultaban sus movimientos hasta el punto de hacerles resbalar, caer unos sobre otros y retorcerse con impotencia. Era un lamentable crisol de confusión y emociones retroalimentadas el que los ahogaba. El Arcipreste logró echar mano a su bolsillo y, no sin esfuerzo, extrajo una pistola negra de pistones con cartucho de tambor.

Alzando la inofensiva arma, contrajo su cara. Ocho detonaciones congelaron el tiempo.

La pequeña y eficiente Athanasía yacía hecha un 34 cerca de él, bajo un falso rododendro de atrezo. La atrajo hacia la rajada casulla, tomando el exangüe cuerpo entre sus brazos. Ella, desmadejada, pálida como la cera; él, tensionado, rojo como un tomate. En la mente de todos quedaría grabada esa imagen a fuego y siencio.

Justo entonces, surgiendo trémula de esa instantánea perfecta que parecía tomada de un cuadro de El Bosco, se elevó algo rasposa la voz del Arcipreste. Y dijo:


III

- Lejos está de nuestras intenciones el molestar al respetable, solo deseamos romper el curso de los tiempos... vivimos tiempos malditos en los que solo un aullido puede sacar las adormecidas mentes del letargo, romper las burbujas del cava dorado con el que nos embriagan, abrir la última caja de cuervoñigos. Era preciso quemar las naves.

- Pero Monseñor - Dijo con un marcado acento el mancebo que acompañaba al embajador de Tuvalu - ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha provocado su ira?

- Ira y estupefacción, joven. Más fingidas las dos...

- ¿Cómo? - Gritó al unísono una masa sorprendida

- Ahora la estupefacción la sienten ustedes ¿cierto? Este trampantojo enlatado en majestuoso templo del arte tan solo ha sido concebido con un sarmiento al que agarrarse... No pretendíamos embaucar sus emociones, solo despertarlas.

De repente, pero en sutil melodía, una flautilla comenzó a suspirar desde el falso techo. Todas las miradas se elevaron. Suavemente se abrió una trampilla. El techo de madera de camelio crujía levemente. Como advenimiento mágico, descendió rápida pero armoniosamente una cesta como la de un globo aerostático. El remolino de gente se abrió para permitir el feliz aterrizaje al lado del arcipreste. Dentro de la cesta, un walkman casio con unos altavoces a juego emitían la alegre tonadilla pastoril de flauta, acompañado de unos ladridos igualmente alegres...

Atanasía ahora presentaba una regia compostura, una mirada repleta de sabiduría. El arcipreste la tomó por la cintura y la posó en el interior de la cesta. Tras hacerlo, remangó su sotana, dejando ver unos espléndidos calcetines en los que se representaban seres que viven en piñas debajo del mar. Con un grácil movimiento entró en la cesta, que comenzó a ascender. Atanasía sentenció:

- Si seguís participando de Obras enlatadas para el consumo de las masas, si no dejáis fluir vuestros gustos y permitís que la expresión humana del gusto y la moda sean prediseñados en despachos y laboratorios por expertos en usar el márketing para hacer  que los intereses de las élites os empapen el alma, terminaréis por amar a quién os oprime.

El ábside del teatro hacía que, a pesar de hablar con vocecilla infantil, su voz sonase soberana y magnánima. Conforme ascendía hacia el techo, la

-  En cuervolandia queremos que os preguntéis... ¿Permitiréis que a la estupefacción le siga la ira?  Estáis en vuestro derecho, pero nosotros solo os la hemos despertado. ¿Hacia quién la dirigiréis? Se os ha engañado, pero ¿cuántas otras veces os habéis dejado engañar? Salid de vuestro ensueño y pagad con el cheque de la indiferencia a quiénes os quieren inculcar los preceptos del desastre.

El cesto se introdujo por la trampilla y desapareció. Desde dentro del falso techo volvió a sonar la tierna vocecilla: Y recordad, aún no se ha encontrado un planeta como la tierra... No viváis en él como si pudiéseis vivir en otro sitio.

A sus últimas palabras le siguió el portazo de la trampilla, como un primer aplauso, al que se le unió primero el del embajador de Tuvalu, y luego el de todo el público, en un ensordecedor llamamiento, sabiendo que, en el año que entraba nada volvería a ser igual.