'Caja de sorpresas'
Y aquí proseguimos en esta serie de cuervoposts, relatados por ustedes, visitantes de nuestro parque, que en algún momento han disfrutado no sólo de sus atracciones sino de todo el encanto que el marco incomparable que lo rodea le confiere. Sólo cabe agradecer esta vez a Alberto, Necio Mayor de Mundo de Necios, que nos haya regalado los ojos y el paladar, la mente y el corazón con este relato. Los Gerentes sabrán como hacerlo. Una vez más se demuestra que en Cuervolandia es posible.
Era la primera vez que iba a visitar Cuervolandia, ese parque de atracciones en medio de la nada más absoluta y de la insalubridad más visible debido a los excrementos de cuervos, que a modo floral adornaban cierta parte del parque.
Fuí allí ex profeso, en contra de mi sensatez y con todo mi deseo de que fuera cierto lo que me habían dicho.
Según mi cuñada Julia, entre las atracciones de los “cuervocoches de choque” y la caseta de “churros y demás fritangas” se encontraba el sitio en el que se depositaban mis esperanzas. Una adivina con ojo de cristal y verruga incluida que aseguraban era capaz de predecir el futuro, el presente y adivinar la carta más alta del mazo, si era menester. Según las malas lenguas tenía prohibida la entrada a los casinos de medio mundo, aunque nadie lo había demostrado, pero solo por si acaso.
Después de pasar por taquilla a por mi cuervofichas me dirigí disciplinadamente hasta el lugar donde se encontraba la Adivina. Avisté el sitio con un ligero rechazo, era una especie de tienda de campaña, como la de los indios de las películas antiguas, tenía un color amarillento tirando a cobrizo probablemente por la suciedad acumulada y a modo de cartel, ondeaba al viento una bandera con un ojo brillando que parecía el de Sauron, siguiendo según me acercaba a la puerta.
Del umbral colgaba una cortina de tiras, que cuando la atravesé me fijé que eran cadenas de plata y rellena de abalorios de todo tipo de la marca Pandora. – Vaya pija – pensé para mí.
Entré respetuosamente con las manos entrelazadas y la cabeza gacha, los ojos bien abiertos y una mueca lo más parecida a una sonrisa de lo que fui capaz de plantar.
- Buenos días –dijo desde su mesa la que supuse era la persona que buscaba.
- ¿La adivina? –Aventuré no sin temor a que me dijera que me había equivocado.
- Adelante, siéntese y relájese. ¿Un té? –Preguntó, y su voz causaba un efecto en mí que me llevaba en efecto a la relajación.
Agradeciendo y aceptando su oferta, acabé de entrar y mis ojos se acostumbraron a la escasa luminosidad que había en el interior únicamente ambientado por velas causando un efecto de contraste con el exterior, donde Lorenzo castigaba a los audaces que se atrevían a salir.
Mientras me calentaba el té aproveché para realizar una minuciosa inspección del interior de la tienda india que sorprendentemente parecía muchísimo mayor de lo que se antojaba desde fuera. La choza tenía unos sofás y una par de sillones, una estupenda biblioteca de madera de roble, una mesa a juego con la biblioteca donde estaban todos los utensilios que se esperan de una adivina –o bruja– perfectamente ordenados e impolutos. También tenía una mesa de billar y un mueble bar abierto y –según parecía – recién usado.
Me sirvió el té en una preciosa taza de porcelana y me hizo un gesto para que me sentara donde quisiera entre los sillones. La observé detenidamente, era una mujer de mediana edad, efectivamente, con una ligera verruga al lado de la nariz, ojos marrones y pelo castaño recogido en una coleta. No era fea, como cabía esperar –¿pero qué era exactamente lo que esperaba?– y cuando sonreía podría jurar que hasta era en cierto modo atractiva.
- ¿Ha venido para que cuente su futuro? –me preguntó cortésmente.
- Pues la verdad es que me da un poco de vergüenza empezar –le dije ruborizandomene levemente y esperando que la oscuridad existente ocultase el detalle –Verá me gustaría saber quien es la mujer con la que voy a ser feliz el resto de mis días.
Sonrió de nuevo, pero esta vez sus ojos refulgían fuego y pude sentir la energía emanando de sus manos mientras miraba la bola de cristal.
Ahora no sabría decir cuánto tiempo pasó y si lo que sucedió allí fue real o sugestionado, pero Pandora (Se llama Pandora la Bruja) me dio una respuesta concreta y sorprendente.
Hoy, cuatro años después Pandora y yo tenemos dos hijas, un perro y una perchero animado (aunque yo sugerí que la escoba sería más útil, pero ella quería evitar los tópicos), se ha retirado del mundo del espectáculo y vivimos en un pisito con vistas al cementerio de la Almudena en Madrid. Se ha cambiado su apellido por el mío y eso nos permitió conseguir grandes ingresos iniciales en los casinos.
Si conocen a alguien que sea lo suficientemente bruja para sustituir a Pandora, sepan que alquilamos la tienda índia de Cuervolandia, por si les interesa.
Y aquí proseguimos en esta serie de cuervoposts, relatados por ustedes, visitantes de nuestro parque, que en algún momento han disfrutado no sólo de sus atracciones sino de todo el encanto que el marco incomparable que lo rodea le confiere. Sólo cabe agradecer esta vez a Alberto, Necio Mayor de Mundo de Necios, que nos haya regalado los ojos y el paladar, la mente y el corazón con este relato. Los Gerentes sabrán como hacerlo. Una vez más se demuestra que en Cuervolandia es posible.
Era la primera vez que iba a visitar Cuervolandia, ese parque de atracciones en medio de la nada más absoluta y de la insalubridad más visible debido a los excrementos de cuervos, que a modo floral adornaban cierta parte del parque.
Fuí allí ex profeso, en contra de mi sensatez y con todo mi deseo de que fuera cierto lo que me habían dicho.
Según mi cuñada Julia, entre las atracciones de los “cuervocoches de choque” y la caseta de “churros y demás fritangas” se encontraba el sitio en el que se depositaban mis esperanzas. Una adivina con ojo de cristal y verruga incluida que aseguraban era capaz de predecir el futuro, el presente y adivinar la carta más alta del mazo, si era menester. Según las malas lenguas tenía prohibida la entrada a los casinos de medio mundo, aunque nadie lo había demostrado, pero solo por si acaso.
Después de pasar por taquilla a por mi cuervofichas me dirigí disciplinadamente hasta el lugar donde se encontraba la Adivina. Avisté el sitio con un ligero rechazo, era una especie de tienda de campaña, como la de los indios de las películas antiguas, tenía un color amarillento tirando a cobrizo probablemente por la suciedad acumulada y a modo de cartel, ondeaba al viento una bandera con un ojo brillando que parecía el de Sauron, siguiendo según me acercaba a la puerta.
Del umbral colgaba una cortina de tiras, que cuando la atravesé me fijé que eran cadenas de plata y rellena de abalorios de todo tipo de la marca Pandora. – Vaya pija – pensé para mí.
Entré respetuosamente con las manos entrelazadas y la cabeza gacha, los ojos bien abiertos y una mueca lo más parecida a una sonrisa de lo que fui capaz de plantar.
- Buenos días –dijo desde su mesa la que supuse era la persona que buscaba.
- ¿La adivina? –Aventuré no sin temor a que me dijera que me había equivocado.
- Adelante, siéntese y relájese. ¿Un té? –Preguntó, y su voz causaba un efecto en mí que me llevaba en efecto a la relajación.
Agradeciendo y aceptando su oferta, acabé de entrar y mis ojos se acostumbraron a la escasa luminosidad que había en el interior únicamente ambientado por velas causando un efecto de contraste con el exterior, donde Lorenzo castigaba a los audaces que se atrevían a salir.
Mientras me calentaba el té aproveché para realizar una minuciosa inspección del interior de la tienda india que sorprendentemente parecía muchísimo mayor de lo que se antojaba desde fuera. La choza tenía unos sofás y una par de sillones, una estupenda biblioteca de madera de roble, una mesa a juego con la biblioteca donde estaban todos los utensilios que se esperan de una adivina –o bruja– perfectamente ordenados e impolutos. También tenía una mesa de billar y un mueble bar abierto y –según parecía – recién usado.
Me sirvió el té en una preciosa taza de porcelana y me hizo un gesto para que me sentara donde quisiera entre los sillones. La observé detenidamente, era una mujer de mediana edad, efectivamente, con una ligera verruga al lado de la nariz, ojos marrones y pelo castaño recogido en una coleta. No era fea, como cabía esperar –¿pero qué era exactamente lo que esperaba?– y cuando sonreía podría jurar que hasta era en cierto modo atractiva.
- ¿Ha venido para que cuente su futuro? –me preguntó cortésmente.
- Pues la verdad es que me da un poco de vergüenza empezar –le dije ruborizandomene levemente y esperando que la oscuridad existente ocultase el detalle –Verá me gustaría saber quien es la mujer con la que voy a ser feliz el resto de mis días.
Sonrió de nuevo, pero esta vez sus ojos refulgían fuego y pude sentir la energía emanando de sus manos mientras miraba la bola de cristal.
Ahora no sabría decir cuánto tiempo pasó y si lo que sucedió allí fue real o sugestionado, pero Pandora (Se llama Pandora la Bruja) me dio una respuesta concreta y sorprendente.
Hoy, cuatro años después Pandora y yo tenemos dos hijas, un perro y una perchero animado (aunque yo sugerí que la escoba sería más útil, pero ella quería evitar los tópicos), se ha retirado del mundo del espectáculo y vivimos en un pisito con vistas al cementerio de la Almudena en Madrid. Se ha cambiado su apellido por el mío y eso nos permitió conseguir grandes ingresos iniciales en los casinos.
Si conocen a alguien que sea lo suficientemente bruja para sustituir a Pandora, sepan que alquilamos la tienda índia de Cuervolandia, por si les interesa.