Sirviéndose de los escasos ahorros reunidos durante su truncada etapa laboral, se refugió en una pensión, abatido al considerarse culpable de que los juguetes no se vendieran debidamente. Él había dado lo mejor de sí mismo diseñando las cajas de Marisita, la medusa risueña, o Bárbara, la adorable anchoa de peluche; pero de poco había servido todo el esfuerzo volcado en su labor, y lo mismo podía decirse de los avances tecnológicos en los que la empresa había destacado como una de las pioneras. Durante largas semanas se encerró en sí mismo, cuestionándose qué buscaba en la vida y a qué deseaba dedicar realmente sus energías. ¿Es que acaso no valía para ese trabajo?
En esa época, todas las noches se acostaba atrincherándose bajo las sábanas, acosado por el irritante zumbido de los mosquitos que regentaban la pensión, y todos los días se despertaba rascándose las hinchazones de sus manos, brazos o pies. De nada valía el uso, antes de dormir, de molestos espráis que, o bien casi asfixiaban a uno más que a los propios insectos, o simplemente no eran eficaces. Impotente y temeroso ante la ineluctable condena nocturna, casi siempre tardaba en conciliar el sueño hasta que al final caía rendido, asiendo casi con orgullo la pala matamoscas cual simbólico pendón militar, para resultar invariablemente acribillado por tan indeseables compañeros de cama. Las trampas eléctricas tampoco se revelaron eficaces, por entonces muy peligrosas para la seguridad y tan ruidosas como hoy en día; por no hablar de las mosquiteras, en las que varias veces llegó a quedar enredado con los insectos en el interior, gimiendo y condenándose hasta el agotamiento.
Muchas noches se quedó dormido pensando en cuál sería el método perfecto para deshacerse de esas agudas y sedientas trompetas. Hasta que un día, además de con granos, despertó con la respuesta. Pues claro que sí. Y, o mucho se equivocaba, o a nadie se le había ocurrido todavía.
Gracias a sus conocimientos de química y a las experiencias adquiridas en su anterior empleo, amén de largas sesiones dedicadas al estudio de sus recalcitrantes antagonistas (pues no hay enemigo pequeño), patentó una fórmula e ideó un artilugio muy bien fundamentado. No tardó en contactar con Arturo P., un antiguo compañero de la fábrica de juguetes, para que supervisara los aspectos técnicos de la manufactura y montaje. Este enseguida se entusiasmó con la idea, pues también sufría el tormento mosquitil desde pequeño; su sangre era tan dulce que todas las dípteras se cebaban en su piel, según decía, destilando tal afirmación un trágico orgullo.
—La mía es más dulce que la tuya —insistía, con semblante de resignado bribón—.
Convencidos como estaban del éxito de su proyecto, unieron recursos y confiaron su idea a una empresa de matamoscas novel, hoy ya extinta. Fueron los primeros en sacar al mercado un antimosquitos eléctrico con pastillas de recambio. Era algo revolucionario y moderno: lo enchufabas y te olvidabas, despedía un suave olor a pachulí, podías dejar las ventanas abiertas e incluso la luz encendida, no se oía ni un zumbido durante toda la noche…
El éxito fue fulgurante, aunque sus competidores tardaron en reaccionar. Al principio se rieron de la idea para luego mostrarse nerviosamente escépticos y, cuando finalmente quisieron lanzar un producto similar, se dieron cuenta de que no estaban preparados para alterar tan drásticamente sus tradicionales enfoques ni las cadenas de montaje, por lo que se limitaron a copiar. Pero aun así no fue fácil, y encontrar un principio activo similar parecía imposible. En decenas de despachos se dieron puñetazos o escupió saliva al exigir resultados, y por toda la nación rodaron las cabezas de muchos ingenieros químicos.
Mientras, los exitosos directores del proyecto perfeccionaron el aparato a la par que sus prestaciones, incorporando útiles detalles que a nadie más se le ocurrían, a pesar de parecer obvios cuando se ponían a la venta en supermercados y droguerías. También introdujeron el primer depósito líquido, en sustitución de las ya anticuadas pastillas. A meses luz de sus imitadores, se hicieron ricos en apenas unos años, contribuyendo a ello decisivamente la patente que poseía el creador sobre la fórmula inicial.
Los embalajes utilizados para contener el ingenio fueron asimismo diseñados por él, popularizándose enseguida el símbolo del mosquito risueño atravesado por una barra roja transversal, como en la conocida señal de tráfico que establecía prohibición.
¡Qué satisfacción volver a casa de sus padres un lustro después, en una furgoneta cargada a rebosar con cajas de antimosquitos! No había vuelto a saber de ellos desde sus comienzos en la fábrica de juguetes.
Descubrieron avergonzados que, como la mayoría, también usaban el invento de su hijo, el cual tenían repartido por toda la casa. Tanto se alegraron de volver a verle, que no podían dejar de llorar a causa del gozo y el orgullo.
Pero cuando su madre lo miraba cariñosamente, él se daba cuenta de que en esos ojos palpitaba aún cierta tristeza por la vida que, antaño, tan inopinadamente había frustrado como Responsable en jefe o Investigador de área senior del Departamento Técnico y de Catalogación Archivística de la biblioteca municipal de alguna destacada ciudad de nombre compuesto. “No pudo ser”, pensó ella conteniendo la emoción, y luego volvió a abrazar a su hijito con locura mientras sonreía.