"Debe pensar en ruso. Piense en ruso"
"¡Los pajaricos a lo Jico en el avión, madre!
¡Ay, qué pena!"
Era tanta la emoción que sentía, que casi no le supuso un esfuerzo refrescar los rudimentos de español con los que se había familiarizado en la asignatura “Lengua Extranjera” del colegio. No sabría decir por qué la escogió, viviendo en Japón. Tal vez le deslumbró su exotismo, su dificultad. Por entonces acababa de ver la película Firefox, en la que Clint Eastwood birlaba a una potencia extranjera un sofisticado avión de combate que se gobernaba con la mente, y solía repetirse: “debe pensar en español. Piense en español”. Fueron tres años en los que tomó contacto con el abecedario, vocabulario simple y sintaxis básica. Después, como vaticinaban sus padres que sucedería, se le pasó esa fiebre, aunque él sentía que el profesor casi le repetía los mismos contenidos cada curso.
El día fijado para el gran viaje parecía inalcanzable, a pesar de notarlo cada vez menos intangible. Meiko, su mujer, era consciente de esto y de muchas más cosas. Le decía: “Yonadera-san, se te va a enfriar la sopa”, y entonces él volvía en sí y dejaba de sonreír con esa fascinada manera de mirar el cuenco, sólo para seguir haciéndolo de otra forma algo menos entregada.
Se despidieron ante el control de equipajes del aeropuerto nipón. Llevaba sólo una mochila, porque había recibido por mail indicaciones de la organización afirmando que “ellos se ocuparían de todo lo necesario para facilitar su estancia”, aunque también era cierto que “no podían asegurarle una fecha exacta de vuelta por el momento”, pero que “confiara en ellos como lo había hecho antes, al contactarlos” y, entre otra serie de recomendaciones escritas en letra más pequeña, constaba que no se olvidase de llevar un jersey amarillo en el equipaje de mano. El final de cada mensaje incluía el dibujo del extraño cuervito que había visto por primera vez en aquella huidiza página de Internet, y pintada después en el muro de una callejuela saturada de publicidad. Inexplicablemente, dichos correos electrónicos desaparecían de su ordenador al poco tiempo de ser leídos, por lo que debía concentrarse en ellos para no olvidar las cosas “importantes”.
Casi a punto de separarse, Meiko le dijo: “Ay, Hosei. Todo esto me da un poco de nervios... Ya me irás diciendo cómo van las cosas. Recuerda que… te espero aquí”. Él no comprendía bien sus emociones, pero ella temía que el influjo de Kueruborandia, fuese lo que eso fuese, lo capturase. Incluso había pactado consigo misma ir a buscarlo a la lejana España. Al mismo desierto donde parecía estar situada esa extraña... instalación, si fuese preciso. Se recordaba preguntándole “¿pero qué es, Hosei? ¿Qué es ese sitio? ¿Por qué el viaje es gratis? ¿No será un flashmob piramidal de esos?” Y a él, respondiéndole “tranquila. Por lo que me consta, es un lugar especial... No lo sé, no dan muchos datos. Pero tengo la convicción de que debo ir. No te preocupes, estaré bien”.
Sin
embargo, lo veía tan contento que sus recelos se disiparon, y
tampoco deseaba transmitirle una inquietud innecesaria.
Una vez accedió al área de embarque, ya sólo, se sintió realizado. Por haber llegado ahí y haber sido capaz de alcanzar ese estado de singularidad. No, el viaje no era gratis. Le costó mucho esfuerzo conseguir el billete... Esto era algo personal, entre él y el cuervo. Nadie más lo entendería, porque tampoco él mismo podía hacerlo del todo.
A través de los ventanales, el día gris y plomizo servía de escenario para los despegues y aterrizajes de las aeronaves. Uno de los aviones que se desplazaban por la pista iba rodeado de una bandada de aves oscuras, que se dispersaron en cuanto las vio. Miró a ambos lados del amplio recinto. Allá a la izquierda, hacia el fondo, apenas había gente en las puertas de embarque. “Qué curioso”, se dijo. Y al dirigir su atención a esa zona un poco más, vio una figura haciendo señas con las manos. No puede ser. ¿A él? Pues parece que sí. Yonadera sonrió y decidió acercarse rápidamente, pero al llegar allí se le congeló la cara. Un hombre de mediana edad con maquillaje blanco y una vestimenta muy rara (más tarde sabría que era de arlequín), le dio un largo e inopinado abrazo. Mientras caía en la cuenta de que esa situación era un tanto incómoda, notó una molestia en el abdomen.
—Disculpe, es mi mandolina. Pongo el mástil para acá, ajá… Ahora, jeje.
A pesar de no entender, intentó balbucir algo como respuesta, pero no le salía. Seguía manteniendo un rictus de sufrida sonrisa. Entonces ese extraño señor, que además tenía tatuajes, sacó un papelito enrollado del bolsillo, lo extendió con cierta dificultad y dijo con un vozarrón emocionado:
—Boku namae wa Pako desu! Kueruborandia e yōkoso!
Y para su sorpresa se puso, aunque fue contenidamente, a llorar de contento. Notaba un ligero temblor en esa mano de uñas lacadas en negro mientras le apretaba el brazo con afecto.
A partir de entonces, se reconocieron aunque nunca se habían visto antes y las cosas fluyeron. Había pasajeros de otros vuelos mirándolos con curiosidad y hasta desaprobación, pero no le importó. Paco se esforzaba por hacerse entender, y él comenzaba a desenredar su ovillo de neuronas román paladinas. Recordó la voz infantil que le decía: “debe pensar en español... Piense en español”.
Mediante ágiles señas manuales, y sobre todo hablando lentamente y en voz muy alta, el bueno de Paco el arlequín pudo hacerle comprender que el avión estaba en tránsito por la pista, a punto de llegar para su acoplamiento con el finger. Simultáneamente, una repetitiva estridencia que parecía haber estado oyéndose siempre de fondo —gañíí, gañíí-ga—, alcanzó la entidad suficiente como para perturbar la atención que requería la conversación y que girasen sus cabezas hacia la fuente del irritante sonido. Ya tenían a Jacquelynne, montada en su monociclo, lanzándoseles prácticamente encima. Se vieron forzados a pararla con los brazos un tanto bruscamente, y aun así ella perdió pie, no pudiendo evitar que el pintoresco vehículo se desplomase sobre las espinillas de ambos.
Según caía, abrazó al pasajero en ciernes dando un grito de alegría. Lucía, ladeada, una boina a cuadros de ajedrez. Su sonrisa lo deslumbró, y leyó, no sin dificultad, la plaquita identificativa que ella llevaba: “Jac-q-que-ly-n-ne”.
—¡Kyaa! ¡Hola hola! ¡Hola hola! —sólo acertaba a decir ella, encantada de la vida.
“Casi se mata, pero parece encantadora”, pensó él. Aún estaba desconcertado por el júbilo que parecía suscitar en tan peculiares personas cuando se vio coronado por una insólita visera de cartón con que lo invistieron rápidamente, ligera y ajustada a la cabeza por una goma. ¡Imitaba graciosamente la cabeza de un cuervo, con su pico y todo!
—Kue-ru-bo-bi-se-raaa. Kuerubobisera —le instruyeron, al tiempo que sus ojos se agrandaban como los de un niño.
Entre una cosa y otra, el arlequín atendió una rápida llamada a su teléfono móvil, hizo un gesto a Jaquelynne y esta comenzó a hacer sonar una bocina escandalosamente. ¡Pabú, pabú! ¡Pabúúú! Todo el mundo allí los miraba, pero Yonadera ya no creyó percibir desdén y malestar en esas caras, sino simpatía y sentido de la maravilla. Fue así como supo que el embarque había comenzado y se dispusieron a atravesar la pasarela hacia la aeronave, previo franqueamiento de un torno de acceso metálico, rígido y algo oxidado, cuyo penetrante sonido ("clak-clak-catack") lo acompañaría desde entonces para siempre. Le impresionó bastante el aspecto interior de la pasarela, repleta de extravagantes y cautivadores dibujos en blanco y negro de aire primitivo, ancestral: aves egipcias, seres humanos esquemáticos en las más sorprendentes posiciones, rostros que parecían reír o tal vez todo lo contrario, misteriosos gatos… Infundían respeto y fascinación, pero no resultaban atemorizantes.
Al entrar en la aeronave, se dio cuenta de que era uno de los últimos pasajeros en acceder. “Pero si llegué bastante a tiempo al aeropuerto… No lo entiendo”. Ocupó el asiento indicado en su billete y sus dos acompañantes hicieron lo propio. Entonces, unos cuervoazafatos rapados como marines, ataviados con un elegante uniforme negro y camisa de cuello blanca, cerraron la puerta, certificando así que tras él ya no subiría nadie más.
Ya estaba allí. Ya estaba a punto de viajar a ese lugar añorado, a esa flor del desierto, y se sentía ilusionado, pletórico. La voz de la piloto, hablando por megafonía con un tono tan atropellado como desganado, hizo que volviese a centrar su atención.
*BRTFXXñiiiiiiii…* “Bienvenidos a bordo del vuelo chárter FUK Fukuoka – CVL Cuervolandia, les habla la comandante. Es un honor poder realizar un viaje así con ustedes a este lejano destino. Espero que sea de su agrado. El personal de a bordo queda a su disposición para cualquier petición. Durante el trayecto, el servicio de catering les ofrecerá merienda, desayuno y sesión vermú. Muchas gracias.
Buelconborflai fu-fukuoka clevelandia comanderespiquin… prívileich to can rialais sachtrip faraguay. Bueiting yorplesha. Personnonbod at yordispousha anirecués. Guay flaing, catringsevis ofers branchfast an vermouz yamsesion. Zanksalot”. *FRKT*
Apenas pudo comprender algunas palabras en español e inglés que se esforzaba por interpretar. Pero, a continuación, la locución continuó inesperadamente:
*BRTFXXñiiiiiiii…* “Señor Yonadera Hosei, este es un mensaje para el señor Yonadera Hosei”. *FRKT*
(Se hizo un silencio absoluto en el aparato)
*BRTFXX* “¿Ha traído con usted un jersey amarillo? En otro caso, no podrá volar. Repito: ¿ha traído con usted un jersey amarillo?
Mista Iondera Hussein, dismesach fo Mista Iondera Hussein.
Hafiu brot hielouyérsein güizllu? Oderguays yu no eibol tuflái. Ripiting: Hafiu brot hielouyérsein güizllu? *FRKT*
Tardó unos segundos en asimilar la situación. Al igual que en un sueño, sin ser dueño de sí mismo, intentó abrir la mochila que llevaba consigo como único equipaje. Le costó desabrocharse el cinturón de seguridad porque le temblaban los dedos. Deslizó la cremallera, rebuscando en el interior cual poseído (se notaba la cara ardiendo) para extraer, triunfal, un jersey amarillo bastante arrugado que alzó de pie, sin saber a quién mostrarlo exactamente. Su cabeza se movía como la de un pájaro, a la expectativa.
Tras unos instantes que parecieron suspendidos en la eternidad, todos los ocupantes del avión se giraron hacia su asiento estallando en gritos y vítores, seguidos de una gran ovación. En ese momento se percató de que él era el único pasajero real (cosa que, de alguna forma, no le sorprendió mucho), y el avión arrancó con fuerza para despegar.