27 de enero de 2007

Mondo Egypto (I)

'Adorado Katusho'

Alzándose faraónicamente en una de las amplias avenidas laterales del desangelado complejo lúdico, llama nuestra atención la fachada decorada de esta barraca permanente: una colosal y dorada divinidad egipcia, blandiendo un tridente ensangrentado en su crispada mano izquierda, nos señala desafiante desde su trono cual Tío Sam antiquísimo. "¿Te atreverás a profanar mi sagrado y mortal monumento funerario por 25 tristes cuervofichas?", parece decirnos henchido de arrogancia. Uno se queda impresionado mirando su boca mecánica abriéndose de vez en cuando, tan llena de colmillos afilados. Algunos padres intentan, hasta ahora sin éxito, calcular mentalmente el momento en que la boca volverá a abrirse, mientras sus niños se les cuelgan de la manga, impacientes.

Los altavoces, entre acoplados pitidos, intentan persuadir al público de que lo mejor es no visitar esa atracción si se padece del corazón. "El parque no garantiza que su sensibilidad quede inalterada tras asistir a las maravillas de Mondo Egypto". "Se recomienda que los niños entren acompañados por mayores de edad". "¡Dios mío, es asombroso!" (Largo silencio)

Tras soportar estoicamente la violenta mirada de la divinidad durante los largos minutos de cola, al fin un hombre con turbante y cuervovisera recoge nuestras fichas avariciosamente, señalándonos la oscura puerta por la que entraremos y ya no saldremos. Llegados a este punto, la ansiedad es máxima. Tal vez no ha sido una buena idea pretender descubrir los inextricables misterios de la antigüedad, después de todo...

Al fin dentro, nuestros ojos se acostumbran a la penumbra y un penetrante olor nos envuelve. En parte agradable pero en parte no, una de incienso y otra de establo, no puedes evitar aspirarlo para recrearte en sus contradicciones.

La musiquilla suave y exótica, protagonizada por leves percusiones metálicas e instrumentos de viento, acompaña nuestros primeros pasos alrededor de lo que parece ser un pasillo cuadrangular en torno a un oscuro espacio central. Las pinturas fosforescentes que nos rodean, verdes y amarillas, reclaman nuestra atención con su simbología profana; runas y caracteres cirílicos ocultan celosamente su significado a nuestros ojos occidentalizados ya sin remisión.

Repentinamente, se ilumina el área interior para revelar un escenario situado en un plano inferior y la música cambia. Aparecen vestidas "a la egypcia" unas guapas chicas dispuestas en formación, moviéndose de lado y balanceando la cabeza una y otra vez al compás de sus brazos en forma de S. Ejecutan un sensual baile (respetando siempre el desplazamiento lateral y los brazos en S) que inquieta a algunas madres y novias, pero todo está preparado para no sobrepasar en nadie el umbral de la nerviosa conformidad. Con el postrero movimiento espasmódico, posando casi a ras de suelo, levantan las cabezas a la vez para gritar "¡¡Somos las esclavas de Amenofis!!" justo cuando el último sonido se extingue.

Acto seguido, comienzan a gritar ante la invasión escénica de unos poderosos hombres-loro armados con cadenas y a pecho descubierto. Haciéndolas restallar contra el suelo, amenazan a las esclavas de Amenofis sin atisbo de misericordia. Tras un espantado revuelo, la mayoría huye por el oscuro perímetro circundante, pero algunas otras, presas del pánico o de una desafortunada caída, yacen infelizmente llevándose el puño a la boca. Es entonces cuando una luz rojiza lo baña todo y los hombres-loro comienzan a luchar entre ellos; aunque haciendo gala de una cierta lentitud, su combate a cadenazos logra arrancar algunos "¡ah!s" y "¡oh!s" desde los pasillos superiores.
Algún hombre-loro está decididamente fondón, pero la luz es tan roja y los graznidos tan penetrantes y las chicas tan guapas. Al final solo quedan en pie un luchador y una esclava, los cuales iban a besarse arrebatadamente cuando la más completa oscuridad ahoga nuestros ojos durante varios segundos. (Bueno, en realidad varias de las chapas con que se levantaron las paredes de la atracción no encajan perfectamente, dejando pasar al interior, aquí, allí o acá, unas delgadas brechas luminosas)

Al fondo del pasillo, una puerta se abre quejumbrosamente, según podemos apreciar gracias a la megafonía interior, indicándonos el camino a seguir. Cuando los primeros visitantes se aproximan, un niño harapiento y embadurnado de betún les pega un susto de muerte: "¡¿ESTÁN SEGUROS DE QUE DESEAN CONTINUAR, SEÑORES?! ¡JAAAJAJAJAJAJA! ¡Yo les guiaré por una senda empredada de maldiciones y misterios! ¡Acompáñenme si se atreven!"

Todos siguieron sus pasos, y ascendiendo por esas azarosas escaleras hubo hasta quien se persignó, a pesar de que el chaval parecía recitar sus líneas mecánicamente.